En la rueda de prensa posterior al
Consejo de Ministros del día 25 de enero, la vicepresidenta del Gobierno
declaró, a propósito del proyecto de ley de transparencia, que hay un
convenio internacional que establece «la no obligatoriedad de las casas
reales» de estar sujetas a las leyes de transparencia.
Ante
estas palabras conviene recordar algunas cosas: en materia de
transparencia y acceso a la información pública, España ha venido siendo
diferente y hasta 2012 no se ha empezado a tramitar una ley de
transparencia y acceso a la información como la que tienen desde hace
años decenas de países. Y eso sin olvidar que, primero, ya en 2001 el
Libro Blanco sobre la Gobernanza Europea reconocía que los ciudadanos
«tienen cada vez menos confianza en las instituciones y en los políticos
o, simplemente, no están interesados en ellos... Por ello, las
instituciones deberían trabajar de una forma más abierta... La
democracia depende de la capacidad de los ciudadanos para participar en
el debate público. Para ello, deben tener acceso a una información
fiable sobre los asuntos europeos y estar en condiciones de seguir con
detalle cada una de las etapas del proceso político...».
En
segundo lugar, en 2009 el Tribunal Europeo de Derechos Humanos consideró
que forma parte del derecho reconocido en el artículo 10 del Convenio
(libertad de expresión e información) el acceso a la información
(asuntos Társaság a Szabadságjogokért contra Hungría y Kenedi contra
Hungría). Y en ese mismo año se aprobó el Convenio del Consejo de Europa
sobre el acceso a los documentos públicos, que parte de la
consideración de que «el ejercicio del derecho de acceso a los
documentos públicos: a) proporciona una fuente de información para el
público; b) ayuda al público a formarse una opinión sobre el estado de
la sociedad y sobre las autoridades públicas; c) fomenta la integridad,
la eficacia, la eficiencia y la responsabilidad de autoridades públicas,
ayudando así a que se afirme su legitimidad». La premisa básica es que
«todos los documentos son en principio públicos y solamente pueden ser
retenidos para proteger otros derechos e intereses legítimos».
En
tercer lugar, y volviendo al ámbito de la Unión Europea, la Carta de
Derechos Fundamentales reconoce, como derecho de ciudadanía, que todo
ciudadano o toda persona física o jurídica que resida o tenga su
domicilio social en un Estado miembro tiene derecho a acceder a los
documentos del Parlamento europeo, del Consejo y de la Comisión» y el
Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha recordado (sentencia de la
Gran Sala del 21 de septiembre de 2010) que «el derecho de acceso del
público a los documentos de las instituciones está ligado al carácter
democrático de éstas».
Pues bien, esa anomalía española, no
colmada por las previsiones incluidas en la ley 30/1992 de Régimen
Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento
Administrativo Común, ha venido dificultando el acceso de los ciudadanos
a los archivos y los registros administrativos, al que alude el
artículo 105.b) de la Constitución, pero, sobre todo, ha obstaculizado
el ejercicio del derecho fundamental a recibir información del artículo
20.1.d) y el no menos fundamental de participación política del artículo
23.
Ha tenido que reiterarse la expresión de indignación
social que genera la corrupción que crece al calor de la opacidad
administrativa para que, por fin, el 23 de marzo de 2012 el Gobierno
presentara su anteproyecto de ley de transparencia, que ha ido
acompañado de un novedoso proceso público de consulta electrónica. No
obstante, si de lo que se trataba en realidad era de promover la
transparencia, la participación y el acceso ciudadano, esa excepcional
llamada gubernamental a la ciudadanía tendría que haberse hecho de
manera más abierta: con más tiempo para participar y no únicamente
quince días, con más posibilidades y no el límite de 1.024 caracteres y
con verdadera interacción y comunicación, pues a la hora de participar
no se podía ver qué era lo que ya habían dicho y sugerido otras
personas.
Por limitarme al no sometimiento de la Casa Real a
la futura ley, en el que parece haberse empecinado el Gobierno -tampoco
se ha escuchado nada en sentido contrario por parte de la propia Casa
Real-, es oportuno recordar lo siguiente: si tomamos como parámetro el
Convenio del Consejo de Europa sobre el acceso a los documentos
públicos, vemos que su artículo 3.1 prevé que «los estados interesados, a
la hora de la firma o al depositar su instrumento de ratificación,
aceptación, aprobación o adhesión, mediante una declaración enviada al
secretario general del Consejo de Europa, pueden declarar que las
comunicaciones oficiales con la Familia Real y su Casa Real o el Jefe de
Estado también están incluidas entre las posibles limitaciones».
Así
pues, el Convenio contempla a la Casa Real como un ámbito que puede
quedar sujeto a limitaciones al acceso público, pero, en primer lugar,
es una posibilidad, no un mandato; en segundo lugar, lo que puede
excluirse son las comunicaciones oficiales con la Familia Real, la Casa
Real o el Jefe de Estado, pero no a toda la institución y en todo caso.
Por otra parte, resulta infundada la justificación ofrecida al respecto
por la Vicepresidenta de que dicha exclusión se basa en la circunstancia
de que la Casa Real «no es Administración pública». No importa que no
sea Administración pública, sino un órgano constitucional, como también
lo son, por mencionar algunos ejemplos, el Congreso de los Diputados, el
Senado, el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder
Judicial, a los que sí prevé su aplicación el proyecto.
Cuando
en democracia lo que por definición debe ser público se oculta a la
ciudadanía, uno podría preguntarse: ¿hay algo que esconder? La pregunta
que parecen hacernos el Gobierno y la propia Casa Real es: ¿a quién va
usted a creer, a mí o a sus propios ojos?
(*)
Profesor titular de Derecho Constitucional de la Universidad de Oviedo