¿Pueden ser el peso de la historia, la legalidad constitucional o el
agradecimiento ciudadano argumentos suficientes para garantizar la
vitalidad de la institución monárquica en la sociedad española hoy? Es
obvio que, en la redacción actual de la Constitución Española, la Corona
tiene claramente asignadas unas funciones y un rol institucional
incuestionable: nada más y nada menos que el de la Jefatura del Estado.
Pero desde hace tiempo —y en medio de otras extendidas reflexiones sobre
la necesidad de iniciar una segunda Transición, o reiniciar nuestro
sistema institucional que pudiera incluir una reforma de la
Constitución— la sociedad española se pregunta por sus instituciones,
sus símbolos y sus funciones.
Al deterioro de la política y del conjunto de nuestra arquitectura
institucional, hay que añadir el particular y acusado desgaste de la
Corona, en términos de opinión pública y de confianza. Los casos de
presunta corrupción que han afectado a un miembro de la familia real,
así como los recientes errores y desaciertos del Rey, han acelerado este
proceso. Incluso hay quien considera que ha llegado el momento de que
esta posible nueva etapa suponga, también, cambiar nuestra configuración
del modelo de Monarquía parlamentaria por otra de forma política
republicana.
¿Es, pues, la legalidad actual de su estatus el único argumento de
peso para justificar la permanencia y la continuidad de esta
institución? ¿Es, en definitiva, su pasado —sus méritos, sus
contribuciones y sus éxitos—, el argumento para minimizar sus
deficiencias y obviar los debates? La respuesta es no. Rotundamente no.
La única justificación política para que la Monarquía permanezca (con
abdicación o sin ella) en nuestra sociedad es que sea realmente útil a
esta. Lo que justifica la excepcionalidad de su figura y su función es
que su utilidad, su ejemplaridad y su funcionamiento sean los nutrientes
de una renovada legitimidad. Imprescindible e inaplazable.
El consenso constitucional sobre la Corona resultó de la síntesis y
del pacto constituyente. Síntesis que se expresa en la forma de la
Monarquía parlamentaria, en la que su poder efectivo, potestas, es mínimo a cambio de realzar su auctoritas.
En este contexto, es indiscutible que las funciones de representación
simbólica y de moderación arbitral, que le asigna la Constitución,
exigen prácticas y comportamientos de excelencia democrática y ética
para poder, precisamente, seguir cumpliendo con su alta misión, como un
factor de estabilidad y continuidad del sistema constitucional y de
imparcialidad y neutralidad políticas.
Este es precisamente el punto clave del debate para reconstruir el
futuro: qué cambios (qué transición) debe llevar a cabo la Corona para
poder ejercer útilmente su papel en la sociedad española actual. Su
relegitimación pasa por reforzar la estrecha vinculación entre Monarquía
y democracia, en un momento en que la regeneración democrática de
nuestro sistema político se ha convertido en una exigencia clamorosa.
Tres deberían ser los pilares de este reajuste institucional: una
Monarquía cívica (republicana, podríamos decir), útil (reformada) e
integradora (plural). Se trataría de un proceso urgente de adecuación de
la excepcionalidad de aquel momento histórico a la normalidad
democrática y a la secularización cívica del momento actual. El marco
jurídico y el impulso político de este reajuste podrían encajarse con
diversas iniciativas legales. Pero, sobre todo, con una decidida
voluntad de la Corona y de la familia real de renunciar,
voluntariamente, a cualquier privilegio e impulsar un campo de reformas
que les relegitimen desde la perspectiva de un nuevo contrato de
servicio público con la sociedad española.
1.Una Monarquía transparente. No
hay razón alguna para que la Corona y la Casa Real no estén sometidas,
como institución que recibe recursos públicos, a toda la legislación que
favorezca la transparencia y combata las zonas grises, como pretende la
futura Ley de Transparencia. Necesitamos una Monarquía que haga de la
ejemplaridad cívica su norma de conducta. Esto incluye que los miembros
de la familia real hagan públicas sus rentas y patrimonios, así como
someterse al control por parte del Tribunal de Cuentas (“supremo órgano
fiscalizador de las cuentas y la gestión económica del Estado”). Saber
dónde invierten sus patrimonios, qué donaciones personales hacen o qué
rendimientos obtienen es necesario y conveniente, más que nunca. Se
trata, además, de que sus miembros tengan dedicación exclusiva a su
misión institucional. La Monarquía y los negocios privados son
incompatibles.
2.Una Monarquía simple y eficaz.
Una readecuación de sus estructuras y servicios. Hay que hacer más con
menos. La descripción de competencias y servicios de todos los
funcionarios y profesionales que trabajan para la institución debe ser
pública. Necesitamos una reingeniería de su organigrama, con
una mejor orientación a las funciones de servicio público. Todo más
sencillo, simple y próximo. Junto con una delimitación exacta y clara de
la configuración y atribuciones de los miembros de la familia real.
3.Una Monarquía modesta. Los
salarios públicos que se asignen al Rey y al Príncipe no pueden ser
superiores a los del presidente de Gobierno. No hay razón alguna para
que el jefe del Estado, con todos los gastos pagados, cobre casi cuatro
veces más que nuestro presidente. No se comprende lo que no se entiende.
Y lo que no parece razonable nunca llega a ser justo, ni a estar
justificado. Además, la Casa Real solo paga, de la asignación pública
que recibe, a 18 de los 500 funcionarios y empleados que son soportados
por las cuentas públicas del Estado.
4.Una Monarquía ‘civil’. El jefe de
la Casa del Rey debe ser elegido por el Parlamento español y el proceso
de selección, evaluación y nombramiento debe ser público y
transparente. Se debe reforzar su función ejecutiva y directiva. La Casa
del Rey no está al servicio de la familia real, sino del Estado, a
quien debe corresponder a través de las Cortes supervisar su
funcionamiento, no solo financiar su existencia. Un cambio de óptica
radical se impone si queremos erradicar la percepción y la realidad de
excepcionalidad, más propia de antiguas pleitesías sometidas que de una
moderna cultura democrática.
5.Una Monarquía útil y funcional.
La Corona debe tener un estatuto que defina su misión pública de manera
ordenada, transparente y valorable. Hay que establecer una fuerte
vinculación entre el Parlamento y la Casa Real para el desempeño
institucional de la Corona, con planes de actuación claros y precisos
que puedan ser debatidos e incluso aprobados en las Cortes. Una
rendición de cuentas por objetivos, así como una agenda pública,
claramente asociada a los mismos, debería configurar esta dinámica de
renovado servicio público.
Un estatuto que permita abordar, con normalizada previsión también,
el relevo institucional del jefe del Estado, y que evite la traumática
sucesión por razones biológicas. Cuando una institución solo puede
cambiar por defunción es una institución extraña, cuando menos. La
limitación de edad que tienen otros servidores públicos en nuestro
ordenamiento legal bien podría ser una referencia a tener muy en cuenta.
6.Una Monarquía integradora.
Finalmente, además de estos cambios instrumentales, la Monarquía debe
simbolizar, especialmente, la pluralidad. También de los ciudadanos que
preferirían otra forma de Estado, así como otra España. Que la Monarquía
parlamentaria esté recogida por la Constitución no significa que solo
pueda representar a los ciudadanos que hoy la ratificarían sin reformas
ni cambios, por ejemplo. La institución como tal debe reconocer y acoger
todas las sensibilidades, incluso a las más refractarias, si quiere
encajar su utilidad y su aceptación con la pluralidad y la diversidad de
España. Es esta vía, precisamente, la que mejor garantiza la
continuidad de nuestro proyecto común: que sea diverso, no uniforme. La
defensa de los valores y la cultura democrática es su principal
servicio.
En definitiva, estas reformas, y esta renovada misión, pueden
contribuir e inspirar otros cambios institucionales que España necesita.
El reajuste político debería empezar con una Monarquía de valores,
prácticas y funciones más republicanas y cívicas. No es un
contrasentido, todo lo contrario: es, quizá, el único sentido posible
para esta institución en la sociedad española de hoy.
(*) Antoni Gutiérrez-Rubí es asesor de comunicación