domingo, 16 de julio de 2017

Agridulce viaje de Felipe y Letizia a la Corte inglesa / Eduardo Álvarez *


Destaca el refranero que segundas partes nunca fueron buenas, pero que a la tercera va la vencida. No lo tenían fácil los Reyes para lograr los objetivos deseados en su importante viaje de Estado al Reino Unido, pospuesto hasta en dos ocasiones. Y, antes que nada, porque ha estado marcado por tanto retraso. 

La visita a la Corte de San Jaime era la más deseada por Don Felipe desde su proclamación por evidentes razones simbólicas. Isabel II no es sólo la decana de la realeza europea, sino que, a sus 91 años, encarna como ningún otro soberano del mundo todos los atributos de la Monarquía parlamentaria, institución que, pese a su sólido anclaje en la tradición, ha sufrido un camaleónico proceso de transformación y adaptación desde la segunda mitad del siglo XX. De ahí que en Zarzuela anunciaran con júbilo a finales de 2015 la invitación cursada por la monarca británica a los Reyes para que realizaran en la primavera siguiente uno de los únicos dos viajes de Estado que cada año, invariablemente, protagoniza Isabel II como anfitriona. El reinado de Felipe VI estaba empezando. Poco a poco se iban dejando atrás los annus horribilis para la Corona, que necesitaba un chute de revitalización y espectacular boato.

Más importante aún. Por aquellos días -no lo olvidemos- Cameron todavía no había convocado el referéndum del Brexit. Se especulaba sin cesar sobre la consulta, cierto. Pero en realidad nadie -el Gobierno británico a la cabeza- creía que Londres se pudiera divorciar de Bruselas. Lo del Brexit sonaba a órdago, a uno de tantos chantajes del Reino Unido a la UE para conseguir prebendas. Nada más. Y, en aquel contexto, el viaje de nuestros Reyes a Gran Bretaña se antojaba ideal. Una nutrida representación de empresarios -igual que ha ocurrido esta semana- les acompañaría para tratar de suscribir acuerdos comerciales, subidos a la cresta de la ola de la recuperación económica. Y los Reyes se dedicarían a vender el spanish power, poniendo el acento en la importancia de nuestra cultura y en la riqueza del español. Ya estaban en marcha varios actos en los que los Windsor y los Borbón iban a celebrar por todo lo alto el cuarto centenario de la muerte de Cervantes y Shakespeare. Casi nada.

El desgobierno en España, con una parálisis política de casi un año, arruinó aquel viaje, la primera intentona. Un fallo garrafal del Ejecutivo en funciones de Rajoy que, junto a otros gestos de desdén hacia Don Felipe aquellos meses, molestaron mucho en Zarzuela.

Cuando al fin los Reyes han podido viajar al Reino Unido, todo ha transcurrido en un clima de incertidumbre e inestabilidad por el Brexit y por la situación de debilidad en la que se encuentra el Gobierno de May tras su mal calculado adelanto electoral que obligó a posponer por segunda vez el periplo de nuestros monarcas. En este contexto, los españoles poco margen de maniobra tenían. 

Los viajes de Estado, máxima expresión en las relaciones bilaterales entre naciones, se preparan durante muchos meses y conllevan una gran labor de fontanería previa para que sirvan como marco de la firma de importantes acuerdos políticos de todo tipo. Ahora eso resultaba impensable. De hecho, esta visita de Estado corría el riesgo de convertirse en una trampa. España, como cualquier otro miembro de la UE, no puede en estos momentos negociar casi nada por su cuenta y riesgo, de forma unilateral, con Londres. Es Bruselas, exclusivamente, la que debe hablar en nombre de los Veintisiete, cuidándose de evitar fisuras en el club comunitario, como ya quisiera el Gobierno de May.

Por ello, el viaje de Estado en estas fechas estaba condenado a ser sobre todo protocolario. Que no es poco, ojo. Isabel II lo sabía bien. Y ha vuelto a echar una mano a sus familiares Borbón. Consciente de la necesidad de gestos que pudieran interpretarse como deferencia hacia España, no dudó en reclutar a toda la familia real -duques de Cambridge y príncipe Enrique incluidos- para el banquete de gala en Buckingham. La pena es que ya ni quedaba a mano un centenario como el de Cervantes y Shakespeare para que al menos la visita hubiera gozado de mayor peso cultural.

Así las cosas, Don Felipe estaba obligado a que su discurso en Westminster tuviera más carga política de la que la diplomacia recomendaría. Y acertó con sus apelaciones serenas pero firmes a buscar con «determinación» una solución para el contencioso gibraltareño. A no pocos tories les escocieron sus palabras. Y -eso es lo malo, sí- Gibraltar se ha convertido en la única sustancia de las poco abundantes crónicas del viaje en la prensa anglosajona. Pero a falta de otros argumentos que, por lo expuesto, no cabía esperar del viaje, Don Felipe debía exprimir su rol de jefe de Estado asumiendo el riesgo. 

Por último, y no menos importante, se ha producido la consagración exterior de la Reina Letizia. Se equivocan quienes creen que la admiración hacia su estilo es una frivolidad fatua. En su papel de embajadores, los Reyes venden imagen y marca España, algo fundamental. Doña Letizia lo sabe bien. Zarzuela debiera dotar al fin de una verdadera agenda a la Reina, y empezar a explotar su papel en el exterior, tal como hacen las consortes de casi todas la monarquías de nuestro entorno.


(*) Periodista




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