miércoles, 8 de noviembre de 2017

El rey, unidad de lo detestable / David Bollero *

L@s representantes políticos acostumbran a confundir la diplomacia con el tocino. Eso mismo le ha pasado esta semana al presidente de Israel, Reuven Rivlin, de visita esta semana en España. Durante su encuentro con el Borbón, el mandatario no dudó en decir lo que fuera con tal de agradar a su anfitrión, ese al que l@s español@s le pagamos al día, prácticamente, lo que gana al mes quien perciba el salario mínimo interprofesional.

“España es un país unido y el Rey símbolo de esa unidad”, dijo Rivlin… y se quedó tan ancho. Le faltó sumarse a aquella reflexión tan retrógrada del periodista José Mª Carrascal que defendía el regreso del servicio militar obligatorio (la mili) porque contribuía a la unidad de España.

Tengo serias dudas acerca de si España es un país unido, pero de lo que estoy absolutamentee convencido es de que el rey no es símbolo de unidad. En todo caso y si es capaz de unir todo es, precisamente, todo lo que millones de español@s no queremos ver ni en pintura.

¿Qué monarca obvia la crisis de modelo de Estado, que cuestiona incluso su propia figura, y tira balones fuera centrándose únicamente en la cuestión catalana? ¿Qué rey que sea símbolo de unidad calla ante cifras tan demoledoras de desigualdad como las que revelaba la semana pasada el informe de Oxfam Intermón? ¿Qué jefe de Estado guarda silencio cuando la miseria asola al país entero mientras la corrupción se extiende, incluso, en el seno de la familia de Felipe VI (evidenciando, eso sí, que la ley no es igual para todos)?

Pues se lo diré yo, el nuestro, Felipe VI y, así las cosas, es imposible que ese rey nos represente a millones de ciudadan@s que ni lo queremos ni lo votamos e, incluso, diría más, nos indigna que se pavonee con la única justificación de que nació Borbón.

El cinismo y la hipocresía del jefe de Estado es tal que se permite el lujo moral de declarar que “nos emociona ver cómo sefardíes de todo el mundo acuden al reencuentro con España y, sin perder su previa nacionalidad, se convierten en nuevos compatriotas nuestros”

Lo dijo ayer mismo, precisamente, el día del 42º aniversario de la ocupación ilegal del Sáhara Occidental por parte de Marruecos; una violación del Derecho Internacional en la que el clan de los Borbones tiene mucho que decir. Una traición en toda regla en la que de la noche a la mañana y en pleno siglo XX, ciudadan@s español@s dejaron de serlo, sin que los Borbones se hayan acordado nunca más de ell@s.

En ese sentido, Felipe VI sí es símbolo de unidad, pero de todas esas personas que anteponen el capital sobre los Derechos Humanos, que confunden la solidaridad con la caridad, las ayudas con las limosnas. Así pues, ese individuo ni me representa ni lo elegí, me fue impuesto sin contar mayor mérito que su apellido, dicho lo cual, sencillamente, me sobra.


(*) Periodista



O1 Un raro conde. En España hay un raro título de conde. Su rango está por encima no solo de cualquier conde, sino de todo marqués, duque, infante y aun príncipe. Históricamente, es el rey quien da y quita estos títulos y puede exaltarlos concediéndoles la 'grandeza'. Pero nada de esto reza, ni puede rezar, para el citado conde. El motivo es que ostentar ese condado exige un requisito insólito: primero hay que ser rey. No hay otra forma de lograrlo. En efecto, el conde de Barcelona –la Ciudad Condal por antonomasia– era el rey de Aragón. Y luego (por transmisión directa de Fernando II el Católico a Carlos I), el rey de España. O2 Juan III... de Barcelona. Bien avanzado el siglo xx, aún cumplió el título condal barcelonés funciones políticas. Los monárquicos a machamartillo negaban (en voz baja) al general Franco la legitimidad en la jefatura del Estado. Lo tildaban de usurpador abusivo y llamaban Juan III a Juan de Borbón y Battenberg, hijo de Alfonso XIII y padre de Juan Carlos I. Le ponían un numeral, como se hace con los reyes, aunque él no lo era, y se dirigían a él como 'Majestad'. La burocracia y el protocolo del régimen de Franco lo denominaban 'Su Alteza Real el Conde de Barcelona' y así se resolvía el asunto. Una solución catalana. Cuando, al cabo de los años, Juan Carlos I fue proclamado rey, su padre, en una breve ceremonia dinástica (discreta, pero no secreta), renunció a sus derechos al trono. Habló durante cinco minutos, leyendo unos folios que sujetó con manos temblorosas; le cedió la jefatura de la Casa Real, lo llamó 'Majestad', se cuadró militarmente ante él (aunque vestían ambos de paisano) en señal de acatamiento y le hizo este ruego: "Deseo conservar para mí y usar como hasta ahora el título de conde de Barcelona". Era el 14 de mayo de 1977. Su hijo, hasta la muerte de su padre en 1993, no lo utilizó. Es la última muestra del aprecio que el condado barcelonés, hoy mero honor formal, despertó siempre en las personas reales.

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