Hace cuatro décadas, la Monarquía española y en particular Juan Carlos I
jugaron un papel de dirección política en la transición que llevó a
nuestro Estado de una dictadura a una democracia homologable a las de la
Europa occidental de entonces.
Aquel proceso político que llamamos
Transición española fue el resultado de la correlación de fuerzas (o de
debilidades como dijo Vázquez Montalbán)
entre actores políticos y sociales procedentes de la dictadura y de la
resistencia democrática. Los primeros tenían casi todo el poder pero
ninguna legitimidad; los segundos contaban con toda la legitimidad pero
apenas tenían poder.
El resultado de la Transición
decepcionó a algunos sectores de la oposición democrática. A una parte
de las bases más activas que protagonizaron una lucha antifranquista
llena de heroísmo y sacrificios, le decepcionó que no se produjera una
ruptura democrática con la dictadura, sino una negociación con los
sectores del régimen dictatorial que habían entendido que la
modernización de España solo podía producirse en democracia y en Europa.
No hubo ni revolución a la portuguesa ni ruptura y el desencanto se
apoderó de muchos militantes antifranquistas,
republicanos por definición y tradición, que se sintieron traicionados
por los líderes y los grandes partidos de la izquierda.
Eran los héroes y
heroínas del antifranquismo, pero eran una minoría. Difícilmente las
cosas hubieran podido ocurrir de manera muy diferente. El referéndum
sobre la reforma política fue un éxito de Suárez frente a la oposición
democrática y los resultados electorales —de 1977 a 1982— dejaron claro
que la mayoría de los ciudadanos apostaban por fuerzas políticas que
habían asumido (PCE incluido), con mayor o menor entusiasmo, el papel
central de la monarquía en la dirección del proceso democratizador de
España.
En Catalunya y Euskadi pronto se consolidaron como fuerzas
hegemónicas el PNV y CIU, que acabaron aceptando la monarquía (CIU casi
desde el principio y el PNV más tarde) y que centraron sus esfuerzos en
la negociación del encaje territorial que abrió el camino al Estado
Autonómico. El único actor de cierta relevancia electoral en Euskadi y
Navarra que quedó fuera de aquel consenso fue la izquierda abertzale. Hoy la izquierda abertzale
ha reconocido que ETA causó un terrible dolor cuyas heridas aún
perviven y es además una evidencia para todos los sectores políticos
vascos que ETA no consiguió ni uno solo de sus principales objetivos
políticos.
La monarquía y Juan Carlos I, una figura inicialmente cuestionada por la izquierda como heredero de Franco,
no seducían por igual a todos los ciudadanos pero contaron con la
aceptación implícita de una ciudadanía pragmática que votó,
mayoritariamente en casi todos los territorios, la Constitución de 1978.
Es cierto, como dijo Suárez a Victoria Prego en una entrevista
descubierta y recuperada por La Sexta (el expresidente trataba de
quitarse el micrófono y la periodista se encargó de que no se emitiera
ese fragmento) que su Gobierno no se quería arriesgar a un referéndum en
el que los españoles habrían podido optar por la República.
Pero no es
menos cierto que no se desató en España un movimiento relevante contra
la monarquía como consecuencia de que no se hiciera tal referéndum.
España tragó con el heredero de Franco a cambio de democracia, y el
heredero, poco a poco y con la ayuda de los grandes medios, se hizo
querer por amplios sectores de la ciudadanía.
El golpe de Estado del 23-F,
a pesar de sus claroscuros y de las dudas sobre el papel real que jugó
Juan Carlos, contribuyó a consolidar la idea de que solo el Rey podría
evitar un golpe que devolviera el poder a la casta militar, entonces
claramente partidaria del franquismo y molesta con los cambios que se
estaban produciendo en nuestro país.
Sin embargo, 40 años después quizá haya que preguntarse ¿Sigue siendo útil la monarquía para nuestra democracia?
En un reciente editorial en este periódico
se decía que no debía cambiarse el sistema monárquico “por
electoralismo ni climas de opinión”, reconociendo así que la opinión de
los españoles quizá no sea muy favorable a una monarquía
predominantemente asociada a los privilegios y a la corrupción, y
sugiriendo que una propuesta de superación de la monarquía podría
condicionar el apoyo electoral de los ciudadanos. Que el CIS se empeñe
en no preguntar por esto es muy significativo.
El editorial aporta sin embargo un argumento muy convincente: “Tan
democrática es una monarquía como una república, siempre a condición de
que garanticen las libertades”. Es indudable que lo fundamental para
definir el carácter democrático de un régimen político no es que la
jefatura del Estado sea electiva o no, sino que efectivamente se
garanticen las libertades.
Pero la calidad democrática de un sistema
político sí puede medirse. Sería absurdo afirmar que un sistema que
prohíbe el matrimonio entre personas del mismo sexo tiene la misma
calidad democrática que otro que sí lo permite.
La democracia tiene
diferentes niveles de profundización y calidad y todos los demócratas
sabemos que la igualdad de derechos entre heterosexuales y homosexuales o
entre mujeres y hombres representan avances en términos de calidad y
profundización democrática. De la misma manera, que a la jefatura del
Estado se acceda por elecciones y no por fecundación sería profundizar
en nuestra democracia.
Desde el momento en que la monarquía ya no es el
precio a pagar para contar con un sistema de libertades (el Ejército
español no es hoy ninguna amenaza a la democracia como podía serlo hace
40 años) su función histórica para la democracia española ha perdido su
sentido.
Además, que la monarquía se haya convertido progresivamente en un
símbolo que sólo entusiasma a los sectores más conservadores, mientras
incomoda a cada vez más progresistas y es rechazada abiertamente por un
amplia mayoría de los ciudadanos en Euskadi y Catalunya, hace que haya
dejado de ser un símbolo de unidad y concordia entre los ciudadanos.
Si
el 23-F reforzó a Juan Carlos, el 3 de octubre debilitó a Felipe VI,
que no fue capaz de erigirse como símbolo de diálogo, sino como símbolo
de la autoridad de un Gobierno que fracasó a la hora de lograr una
salida política a un conflicto en buena medida alimentado por su
ineptitud.
Nuestra patria necesita hoy dotarse de instrumentos institucionales
republicanos que huyan de la uniformidad y el cesarismo, que representen
la fraternidad, que garanticen la justicia social y que reconozcan la
diversidad de los pueblos y gentes de España como clave identitaria a
proteger y respetar. El impulso constituyente que empujó el 15-M
y que empuja hoy el movimiento feminista apunta en esa dirección
republicana; instituciones que protejan a la gente antes que figuras de
autoridad inamovibles.
El pluralismo político e identitario es hoy una realidad en una
sociedad que ha tenido 40 años para madurar democráticamente. Normalizar
ese pluralismo y abandonar la crispación y el enfrentamiento entre
españoles, requiere dejar atrás los símbolos que dividen para dotarnos
de instrumentos que nos ayuden a seguir caminando juntos como país. Una
nueva república será la mejor garantía para una España unida sobre la
base del respeto y la libre decisión de sus pueblos y sus gentes.
(*) Secretario general de Podemos.