Estimado señor: en 1716, un antepasado
suyo, Felipe V, abolió de un plumazo los derechos y libertades catalanas
tras someter Barcelona mediante conquista militar. Trescientos años
después quiere el destino que venga usted a impedir que los recuperen.
Acaba
usted de espetar un discurso a un gobernante democrático, elegido por
las urnas, como usted no lo ha sido, cuyo contenido esencial reside en
recordar la necesidad de respeto al principio de supremacía de la ley,
sin el cual, no es posible la sociedad civilizada.
¿Con
qué autoridad dice usted eso a un presidente que, como él mismo señaló
en una entrevista posterior, nunca se ha saltado la ley? Contestemos a
esta fastidiosa pregunta.
Su
autoridad personal en la materia que, a fuer de republicano, este blog
no reconoce, es inexistente. Su poder viene directamente de la
designación de un militar golpista, un delincuente perjuro que se alzó
contra su gobierno y usted no ha tenido el coraje ni la gallardía de
refrendarlo mediante una consulta a la ciudadanía, un referéndum en el
que esta decida si quiere seguir con la monarquía o prefiere la
República, el último régimen legítimo que hubo en España, pues el suyo
no lo es.
Usted
carece de autoridad pero se hace eco de la del gobierno español, ese
sí, elegido por sufragio universal. Es este quien ha enviado a usted a
Cataluña a recitar el catón elemental del Estado de derecho: el respeto a
la ley, que a todos nos obliga, incluidos los gobernantes.
En
términos abstractos esto es cierto. En términos concretos, aquí y
ahora, en España, no solo no lo es, sino que es una burla. El gobierno
que exige a Mas el cumplimiento de la ley, la cambia a su antojo,
unilateralmente, sin consenso alguno, valiéndose de su rodillo
parlamentario cuando le conviene, de forma que esa ley ya no es una
norma de razón universal, general y abstracta que atienda al bien común,
sino un dictado de los caprichos del gobierno del PP que, como sabe
usted perfectamente, es el más corrupto, arbitrario e incompetente de la
segunda restauración.
Un solo ejemplo lo aclara: el mismo día que el
presidente de ese gobierno, un hombre sin crédito ni autoridad algunos,
sospechoso de haber estado cobrando sobresueldos de procedencia dudosa
durante años, denuncia que los soberanistas catalanes intentan "cambiar
las reglas del juego" al desobedecer la ley, sus acólitos presentaban un
proyecto de ley de reforma del sistema electoral español para cambiar
las reglas de juego a tres meses de unas elecciones. Y nadie en España,
ni un medio de comunicación, ni un publicista ha denunciado esta
arbitrariedad, esta ley del embudo.
Ciertamente,
los gobernantes dicen que, si a los catalanistas no les gusta la ley,
pueden cambiarla, pero legalmente, como han hecho ellos. No tengo a
usted por una lumbrera, pero imagino que no se le escapará la impúdica
hipocresía de este razonamiento pues los catalanes jamás serán mayoría
en cuanto catalanes en España y, por tanto, no pueden materialmente
cambiar la ley y están condenados a vivir bajo la que la mayoría les
impone. Siempre. Por si no lo sabe usted, eso se llama "tiranía de la
mayoría" y es tan odiosa como la de la minoría.
No,
señor, el asunto ya no es de respeto a la ley. El asunto es de
legitimidad, o sea mucho más profundo y antiguo. Pero, por no abusar de
su paciencia, se lo expondré a usted en tres sencillos pasos a imitación
de la triada dialéctica hegeliana que sirve para explicar la evolución
de la realidad, pero también su involución.
Primero
vino una guerra civil y cuarenta años de dictadura que forjaron una
realidad española en la que se mezclaban los sueños de fanfarrias
imperiales con los harapos de un país tercermundista, gobernado por los
militares y los curas, como siempre. Fascismo, nacionalcatolicismo,
centralismo, ignorancia, represión y robo sistemático. Fue la tesis.
Luego llegó la transición, la negación de la tesis, la antítesis. España se convertía en una democracia homologable
con el resto de los europeas. Se negaba la dictadura. El Estado se
descentralizaba y devolvía libertades a los territorios, se promulgaba
una Constitución que consagraba la separación de la Iglesia y el Estado y
propugnaba un Estado social y democrático de derecho. Y se acariciaba
la ilusión de que era posible una continuidad normal del Estado, por
encima de los avatares históricos.
Por
último llegó la negación de la antítesis, la negación de la negación,
la síntesis. Con el triunfo aplastante del PP en 2011, volvió el
espíritu de la dictadura, el gobierno de los curas (o de sus sectarios
del Opus Dei), el nacionalcatolicismo. Se conservó la cáscara de la
Constitución, pero se la vació de contenido con la ayuda del principal
partido de la oposición, cómplice en esta involución y se procedió a
recentralizar el país, atacando el régimen autonómico y burlando las
expectativas catalanas, de forma que su estatuto carece de contenido. De
nuevo con la ayuda del PSOE y la diligente colaboración de todas las
instituciones del Estado. La que más se ha usado ha sido un Tribunal
Constitucional carente de todo prestigio y autoridad moral por estar
plagado de magistrados al servicio del gobierno o sectarios del Opus
Dei, con su presidente a la cabeza, militante y cotizante del PP.
Así
están hoy las cosas en España, señor mío. Un gobierno de neofranquistas
y nacionalcatólicos, empeñados en imponer sus convicciones como ley de
la colectividad, corroído por la corrupción, basado en un partido al
que algún juez considera una asociación de delincuentes. Un gobierno que
ha provocado una involución sin precedentes, una quiebra social
profunda (lea usted las estadísticas de pobreza, las de paro, las de
productividad, las verdaderas, no las que fabrica esta manga de
embusteros) y una quiebra territorial mucho más profunda, que él mismo
reconoce de una gravedad extrema y de la que es el único responsable por
su incompetencia, autoritarismo y corrupción.
¿Cree usted que ese gobierno tiene autoridad para hablar de la ley? ¿La tiene usted?
No
le extrañe que los catalanes quieran liberarse de esta tiranía
personificada en estúpidos provocadores como ese que quiere "españolizar
a los niños catalanes". Muchos otros, si pudiéramos, haríamos lo mismo.
No quieren, no queremos, vivir otra vez el franquismo.
Y usted, le guste o no, lo representa.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED