MADRID.- En 2014, Felipe VI accedió al trono, un momento en el que la vida política y social española se aceleró y con la Casa Real en el ojo del huracán. José Antonio Zarzalejos,
uno de los periodistas que mejor conocen la institución y que anticipó
la abdicación de Juan Carlos I, realiza en 'Felipe VI. Un rey en la
adversidad' un recorrido por los acontecimientos y los hechos que ha
protagonizado la monarquía, mezclándolo con un análisis político e
incluso jurídico de todos ellos. No se adentra en la intimidad del
monarca, pero sí que se centra en los dos únicos factores de su vida
personal que han tenido repercusión de carácter institucional: el noviazgo con Eva Sannum y el matrimonio con Letizia. El libro, publicado por la editorial Planeta, ha sido calificado como
la primera gran obra sobre el monarca desde que comenzó su reinado. A continuación, ofrecemos un extracto del mismo.
La traición
Los que dejan al rey errar a sabiendas merecen pena como traidores.
Alfonso X el Sabio
Felipe
VI es un rey hipotético porque de él hay que suponerlo todo. No ha
concedido una entrevista a ningún medio de comunicación y sus
conversaciones con periodistas —escasas— se producen siempre bajo el
compromiso de la confidencialidad. Tampoco existen biografías
autorizadas que puedan considerarse de referencia.
Porque, a diferencia
de su padre, que se confió en charlas abiertas con un aristócrata, o de
su madre, que pretendió hacerse conocer mediante la prosa creativa de
una periodista, el hijo de los reyes eméritos ha preferido mantener una
sobria discreción, una protectora distancia de los focos mediáticos y
una extraordinaria brevedad de palabra para no caer en renuncio alguno.
Se trata de un rasgo temperamental que concuerda con una estrategia
defensiva para rescatar la institución que encarna, pero también para
evitar la reiteración de las agresiones de opinión que ha venido
sufriendo desde mucho antes de ser proclamado rey de España ante las
Cortes Generales en junio de 2014 tras la abdicación de Juan Carlos I.
Es un rey formado en la adversidad y, aun valorando los inconvenientes
de callar, los prefiere a los que le causaría hablar.
De Felipe VI
se conocen con detalle los aspectos inocultables de su trayectoria
vital: en qué colegio estudió, qué máster siguió en el extranjero, su
formación en las academias militares, sus aficiones deportivas y
cinéfilas, algunos episodios familiares amables, en definitiva, pasajes
insuficientes para explicar su encarnadura como persona y sus
convicciones como rey. Por supuesto, cabe la exégesis de sus discursos,
la interpretación de sus gestos y el examen de sus decisiones, tanto las
relativas a su familia como las institucionales.
Pero el retrato íntimo
del rey de España se resiente por el efecto de su total ausencia de
colaboración para ser más y mejor conocido. Considera que ya lo es en lo
que precisa para desempeñar la más alta magistratura del Estado y que
la única fortaleza de la Corona consiste, además de en la ejemplaridad
de su titular y en el buen ejercicio de sus funciones constitucionales,
en retirarla de la controversia del circuito mediático. Obviamente, no
lo ha conseguido.
No se trata, sin embargo, de una tozudez
personal insensible a las demandas de transparencia y de connotación
emocional que los tiempos exigen en los personajes públicos. La
personalidad de Felipe VI está determinada orteguianamente por una
circunstancia contundente y radical, quizás de raíz freudiana: el peor
adversario del rey ha sido y sigue siendo su padre, Juan Carlos I. Nadie
le ha procurado más daño moral y político que su progenitor, antes y
después de su abdicación.
La herencia de Juan Carlos I transmitida a su
hijo constituye para él el mayor de los problemas tanto en el presente
como en el inmediato futuro. Cualquier conversación en abierto con el
monarca no podría eludir ni preguntas ni respuestas sobre aspectos
abrasivos acerca del comportamiento de su padre, la ruptura familiar en
varios frentes y, en definitiva, el planteamiento de cuestiones muy
sensibles. La Casa del Rey le blinda y él aprueba esa estrategia de
máxima discreción, teniendo en cuenta que los hechos ya son de por sí
demasiado elocuentes.
No es seguro que este silencio del rey sea
siempre conveniente para la institución que encarna, aunque es
comprensible que para él no sea aún superable. Cosa distinta será que
pueda callar indefinidamente y en algún momento le sea exigido
sobreponerse y explicar el quién, el cómo, el cuándo, y quizás también
el porqué, de lo que ha sucedido en la Zarzuela durante años. Pero el
relato de los últimos años de su padre y el alcance judicial de sus
conductas privadas, si lo tuvieren, exigen que pase un tiempo que
ofrezca una perspectiva suficiente para que determinados acontecimientos
como la expatriación de Juan Carlos I adquieran una comprensión de la
que carecen para la mayoría de los ciudadanos.
Por desgracia para la
monarquía española y para el propio país, un jefe del Estado tan nórdico
como Felipe VI debe enfrentarse a un panorama complejo que emparenta
con los episodios más convulsos de las últimas décadas y remite a
evocaciones históricas inquietantes. Alguien ha dicho que el nuestro es
un «rey para un momento confundido de nuestra historia».
Es posible,
porque su encarnadura personal conecta mejor con la normalidad de baja
temperatura emocional del norte europeo que con el estado de emergencia,
tan latino, en el que España se ha sumido desde al menos 2004, cuando
Madrid fue el escenario en marzo de ese año del peor atentado terrorista
yihadista en Europa y el más grave (192 asesinados) en su suelo desde
la Segunda Guerra Mundial y que alteró el esquema de nuestra convivencia
más allá de las consecuencias dolorosas de aquella tragedia.
El gran reto de Felipe VI consiste en reconstruir todo lo que su
padre, después de erigirlo, destruyó. El legado positivo, verdaderamente
histórico, del rey emérito no puede usufructuarlo Felipe VI porque es
personalísimo de su padre. Fue él quien devolvió la soberanía al pueblo
español tras la muerte de Franco; es su nombre y apellido el único que
aparece en la Constitución y resulta innegable que durante al menos tres
décadas disfrutó de los réditos de su carisma y del agradecimiento que
la ciudadanía española le profesó por reintegrarla a uno de los mejores
momentos de su historia.
Felipe
VI, que en circunstancias normales tendría que haber recibido una
institución consolidada, con la mejor reputación y la mayor aceptación
política y social, ha sucedido a su padre para paliar todas las
irregularidades —ya veremos con qué alcance— de un monarca que en la
senectud perdió quizás las referencias de la realidad, se desnortó y, al
hacerlo, continuó con ese reiterado destino de sus antepasados en los
que, sobre la dignidad de su cargo, se impusieron las pulsiones de los
hombres y mujeres vulgares: la avaricia, la promiscuidad y la
prepotencia.
A Juan Carlos I le ha ocurrido lo que, salvando las
distancias, les sucedió a sus antepasados. Isabel II fue destronada en
1868 por su insoportable inmoralidad, y Alfonso XIII, por su banalidad,
que incluyó ese listado de excrecencias, la corrupción y la
promiscuidad, que han lastrado la dinastía borbónica, casi
idiosincrática desde las felonías de Fernando VII, paradójicamente
apodado como el Deseado, teniendo en cuenta que el bisabuelo del rey,
destronado en 1931, fue connivente con la suspensión de la Constitución
de 1876 y apoyó el directorio de Miguel Primo de Rivera entre 1923 y
1929, desmintiéndose a sí mismo como rey constitucional.
En el caso de
Juan Carlos I, su abdicación en 2014, que se creyó un cortafuegos para
evitar el deterioro de la institución, no ha cumplido enteramente el
propósito terapéutico con el que se preparó y ejecutó.
El relato
de éxito de Juan Carlos I y de la trayectoria virtuosa de la Corona
española desde 1978 alcanzó hasta la primera década de este siglo, pero
se desplomó en la segunda cuando, vencido el pacto de protección
mediática, empresarial y política al monarca, se destapó con profusión
de detalles sórdidos la administración de los privilegios del rey.
Durante años, la estela de los desmanes de Juan Carlos I se sobrepondrá a
los méritos de su reinado, y esos años de reprobación son y serán,
justamente, los actuales e inmediatos de su hijo Felipe VI, cuya
obligación instintiva es la de la continuidad, o en otras palabras, la
de convertir a su hija primogénita en Leonor I de España.
Pero
para que esa hipótesis se convierta en realidad, Felipe VI ha
interiorizado que debe hacer exactamente lo contrario de lo que hizo su
padre, invirtiendo los términos de su reinado: ser aceptado por su
sobriedad, por su discreción, por su sentido de la oportunidad y, sobre
todo, por su ejemplaridad privada.
Si su padre hizo gala de esa
campechanía tan propia de la familia, Felipe VI recibe el sobrenombre de
el preparado, que es una expresión equívoca, a veces irónica, a veces
elogiosa.
Porque lo cierto es que el rey está equipado intelectualmente
para desempeñar sus responsabilidades y responde a unos rasgos
—deducibles por la antropología, la psicología y la grafología, que de
esas tres disciplinas existen estudios que le radiografían— que parecen
garantizar un fuerte autocontrol —los hay que piensan que se trata más
de una inhibición sentimental y emocional— y una madurada serenidad en
la toma de decisiones.
Su entorno asegura con convicción que las
capacidades del rey le servirían para «ganarse un sueldo» en el ámbito
privado y que su nivel intelectual y cultural «es auténticamente
elitista».
Además de políglota, Felipe VI absorbe intensivamente
información con la lectura de los medios —le interesan más los análisis
que las noticias, que suele conocer de primera mano—, escucha algunos
pódcast y consume series de las plataformas tanto de ficción como
documentales.
«Es una persona que está al día y nada de lo que es propio
de su tiempo le es ajeno aun en los campos más alejados de sus
responsabilidades, sea el tecnológico o el de la investigación, a los
que se ha acercado conociendo la obra y trayectoria de las
personalidades que son distinguidas con los premios que otorgan las
fundaciones de la Corona».
Sin
que esas connotaciones positivas del rey dejen de ser ciertas, también
lo son otras menos gratificantes para su retrato personal.
Felipe VI
sería, según algunos testimonios recabados, un hombre muy golpeado por
acontecimientos vitales en los que interviene la desestructuración
familiar que vivió desde su adolescencia, un sentimiento contradictorio
hacia su padre —de admiración como estadista y de decepción en lo
personal, pero especialmente por el trato a que ha sometido a su madre,
quizás la única persona más allá de su mujer y sus hijas por la que
siente una sincera debilidad y cierta admiración— y una proclividad, a
veces arriesgada, a adoptar decisiones heterodoxas respecto del
paradigma de su magistratura, como fueron su matrimonio en mayo de 2004
con Letizia Ortiz y, antes, en 2001, su noviazgo informal, pero admitido
oficiosamente, con la joven noruega Eva Sannum.
Con ella acudió a la
boda de Haakon Magnus de Noruega con Mette-Marit el 25 de agosto de
2001, un gesto que entonces se consideró de inequívoca interpretación:
el príncipe de Asturias tenía novia.
La reina consorte, y antes la
novia noruega, han sido las dos escapadas de Felipe VI. Y aunque ganó
el segundo envite y matrimonió con una plebeya quebrando las normas
internas de la dinastía —siempre con la complicidad de su madre, que no
las asumió nunca y en particular cuando sus dos hijas se casaron
desigualmente con Jaime de Marichalar e Iñaki Urdangarin—, su padre se
interpuso en su primer episodio amoroso.
Juan Carlos I lo hizo
maquinando contra el noviazgo de su hijo a través de los medios de
comunicación, en los que firmas de relieve se refirieron a Eva Sannum en
unos términos hirientes para el entonces príncipe de Asturias.
El
rey no paró en barras hasta conseguir que en diciembre de 2001 se
convocase a una decena de periodistas en la Zarzuela para que el
príncipe, vestido con camisa y vaqueros, sin fotógrafos ni grabaciones,
diese por concluida su relación con la modelo quedando, dijo, «como
amigos». Tenía entonces treinta y tres años.
En ese plan, pero en
términos constructivos y con argumentos institucionales y políticos,
Juan Carlos I pidió la intervención del entonces presidente del
Gobierno, José María Aznar, que consta que mantuvo con el príncipe al
menos dos conversaciones «abiertas y francas» sobre el clima social en
torno a su relación sentimental, las consecuencias que podían producirse
de continuar su noviazgo y, trascendiendo de la coyuntura, las
servidumbres que comportaba su expectativa de llegar a ser el titular de
la Corona del Reino de España y jefe del Estado con un matrimonio
inadecuado.
Felipe VI no se dolió entonces de las maniobras de su
padre. Encajó que notorios monárquicos, inducidos y aleccionados por
Juan Carlos I, publicasen textos verdaderamente coactivos para el
heredero de la Corona. Se destacaba en ellos que la novia del príncipe
carecía de estudios universitarios y de una «preparación sistemática»;
que su educación era «inapropiada» porque estaba dirigida a ser
publicista comercial y madre de familia convencional; se subrayó el
hecho de que perteneciese a una «familia desarticulada»; que era
«extranjera» y además «modelo», puntualizando algunas firmas que lo era
de «ropa interior».
El propio biógrafo del rey emérito, José Luis de
Vilallonga, escribió el 20 de abril de 2001 que «yo mismo, monárquico
genético por no decir endémico, consideraría un error una boda que nos
pusiera a la altura de los ingleses y quizás empezaría a calibrar las
posibilidades de una república que me ahorraría tener que reverenciar a
una reina equivocada. Por lo menos, con la república podría despacharme a
gusto».
En esa línea, tampoco se mordió la lengua el historiador y
académico Carlos Seco Serrano, que, también en abril de ese año, echó
su cuarto a espadas: «Sería inconcebible ver en el trono que en el
último siglo ocuparon, con dignidad perfecta, María Cristina de Austria,
Victoria Eugenia de Battenberg y hoy, de manera verdaderamente
ejemplar, Sofía de Grecia, a una jovencita avalada por sus medidas
perfectas de maniquí».
No es cierto, sin embargo, que la ruptura entre
Felipe y Eva respondiese a una especie de rendición del príncipe. Esa
relación naufragó por razones diferentes a las políticas y, seguramente,
por una perspectiva de vida que no terminó de seducir a Sannum ni de
garantizar al príncipe que ella pudiera seguirle en la andadura
dinástica. Es compatible que el padre no quisiera ese enlace para su
hijo, pero fueron Felipe y su novia noruega los que libremente
decidieron dar carpetazo a su relación.
Por
eso, poco tiempo después, el matrimonio de Felipe VI con Letizia Ortiz
se fraguó con rapidez para evitar que energías reactivas a la
conciliación que el futuro rey pretendía entre su felicidad personal y
el cumplimiento de sus deberes venideros se frustrase. Aquel enlace fue
un punto de inflexión en el devenir de la monarquía española, en la que
nunca hubo una consorte desigual y divorciada. Paradójicamente, el rey
ha sustituido en su despacho el retrato de Felipe V por el de Carlos
III, el que dictó la Pragmática Sanción sobre los esponsales reales, y
con cuya capacidad de iniciativa y de gestión Felipe VI podría
identificarse.
La formalización de la relación entre el príncipe y
Letizia Ortiz resultó como quería Felipe VI: rápida y largamente
hablada con su padre, pero sin inventados ultimátums de renuncia a la
sucesión, sin esos supuestos emplazamientos a Juan Carlos I, entre otras
razones porque Felipe ha sabido siempre cuál era su destino y nunca ha
pretendido eludirlo.
Es verdad que el 12 de octubre de 2003, Fiesta
Nacional de España, el príncipe no asistió a la parada militar ni
participó en los demás actos de celebración, pero el entorno del actual
rey niega que aquella ausencia tuviera una significación política.
Coincidió con un viaje a Estados Unidos y no quiso representar ni un
desplante institucional ni un mensaje a su padre como se ha llegado a
escribir.
Felipe VI y Letizia hicieron gestiones necesarias en Nueva
York y a punto estuvieron de acudir al desfile del Columbus Day, al que
no asistieron para evitar malas interpretaciones. Cuando esa versión
desafiante del príncipe hacia su padre fue puesta en circulación por una
periodista, el entonces heredero cogió el teléfono, la desmintió y le
reclamó una rectificación que se produjo por parte de la interesada de
una manera vergonzante.
El 1 de noviembre se anunció el compromiso
matrimonial. Felipe y Letizia tampoco estaban en España: se refugiaron
en una pequeña localidad checa dejando en Madrid el tsunami de la
comunicación de su próximo enlace. Algún amigo de la pareja comentó que
sus «móviles echaban humo», pero no por ello dejaron de disfrutar del
puente festivo. El día 6 de noviembre se celebró en la Zarzuela la
petición de mano y Felipe de Borbón consiguió que los prolegómenos de su
enlace alcanzasen la mayor difusión con una inédita celebración, ese
mismo día, en el Palacio de El Pardo a la que se convocó a los medios de
comunicación.
El hoy rey innovaba de forma radical una larga
tradición dinástica que proscribía los matrimonios desiguales, alertando
al tradicionalismo monárquico que todavía hoy opone reticencias
difícilmente salvables a la reina consorte, sobre la que recae un
abusivo escrutinio mediático que ella soporta con una entereza que la
profesionaliza sin necesidad de pertenecer a ningún linaje
aristocrático.
Un nutrido grupo de nobles y monárquicos viscerales
siguen considerando morganático el matrimonio del rey, celebrado en la
catedral de la Almudena de Madrid el 22 de mayo de 2004, que no habría
atendido a los usos impuestos por Carlos III en 1776 sobre los enlaces
de los titulares de derechos sucesorios, seguidos sin solución de
continuidad por todos sus antepasados.
Ciertamente, la ortodoxia dinástica que la Casa Real había tratado de
mantener hasta entonces se quebraba ostensiblemente con ese enlace
matrimonial, aunque, antes, los de sus hermanas preanunciasen que las
normas dinásticas matrimoniales entraban en desuso irreversible.
El que
fuera príncipe de Asturias, Alfonso de Borbón y Battenberg, primogénito
de Alfonso XIII, renunció a instancias de su padre, y por deseo propio, a
sus derechos sucesorios en Lausana el 11 de junio de 1933 para contraer
matrimonio con la cubana Edelmira Sampedro, de la que se divorció en
1937. Contrajo nuevo y desgraciado matrimonio con Marta Esther Rocafort
Altuzarra y falleció en Miami en 1938 en un accidente de coche debido a
una hemorragia interna más letal por su hemofilia que por las lesiones
que sufrió.
Después de casarse y hasta su muerte mantuvo el tratamiento
de alteza real y el título de la Corona de conde de Covadonga. También
su hermano Jaime, el segundogénito de Alfonso XIII y Victoria Eugenia de
Battenberg, al que su padre reclamó la renuncia a sus derechos
dinásticos por su sordera —consecuencia de una operación quirúrgica que
le fue practicada a los cuatro años y que le impidió también expresarse
verbalmente con suficiencia—, mantuvo hasta su muerte el tratamiento de
alteza real y su título de duque de Segovia. Alfonso XIII determinó que
los derechos dinásticos recayesen en su tercer hijo, Juan, padre de Juan
Carlos I.
También
las tías del rey, las infantas Pilar y Margarita, hija mayor y menor,
respectivamente, de Juan de Borbón y Battenberg, contrajeron matrimonios
desiguales. La primera se casó en 1967 con Luis Gómez-Acebo, y la
segunda, con Carlos Zurita en 1972, y aunque ambas mantuvieron el
tratamiento real y doña Pilar, ya fallecida, ostentó el título de
duquesa de Badajoz y doña Margarita el de duquesa de Soria, renunciaron
por sí y por sus herederos a los derechos sucesorios. Una y otra
consumaron la renuncia con plena normalidad, conscientes de que regía en
la Casa Real la Pragmática Sanción que estableció para los matrimonios
morganáticos la pérdida de los derechos dinásticos.
Sin embargo,
la vigencia de la disposición de Carlos III decayó ya antes del
matrimonio de Felipe VI con Letizia Ortiz porque sus dos hermanas —Elena
y Cristina—, pese a sus matrimonios con Jaime de Marichalar e Iñaki
Urdangarin, eludieron la renuncia a sus derechos, al parecer, por la
intervención decidida de la reina Sofía, que en ningún momento quiso
asumir determinadas tradiciones normativas de la Casa de Borbón.
Por esa
razón, entre otras, sigue siendo considerada como una extraña por un
amplio sector de la alta aristocracia española, concretamente, por
títulos que pertenecen a la Diputación de la Grandeza. Una corporación
cuya asamblea, por sugerencia del rey, eligió en 2018 como su decano al
segundo duque de Fernández-Miranda, Enrique, el primogénito de Torcuato,
al que Juan Carlos I honró con el título ducal. Felipe VI enviaba así
una señal a la alta nobleza: optaba por un título reciente, otorgado por
su padre a Torcuato Fernández-Miranda, que fue el gran urdidor del
desmontaje jurídico y político del franquismo que hizo posible la
posterior Transición.
Juan Carlos I, sin embargo, consideró, en
comentarios simultáneos al noviazgo de su hijo e, incluso, posteriores a
su matrimonio, que el heredero de la Corona debió evitar un matrimonio
desigual tanto para atender los usos de la familia como para que la
consorte fuera una mujer que le reportase relaciones familiares con
otras casas reales o con la alta aristocracia europea y, en lo posible,
aportase un patrimonio del que carecían él y sus ascendientes. Y,
quizás, para que estuviese educada en el conformismo de aceptar las
infidelidades como una práctica admitida en la familia desde tiempos
inmemoriales.
Este planteamiento del rey emérito se lo aplicó él
mismo al matrimoniar con una princesa de casa reinante como era el 14 de
mayo de 1962 Sofía de Grecia. Ciertamente, sin fortuna, aunque con
parientes privilegiados. Un enlace que satisfacía las exigencias
dinásticas —aunque el título franquista de príncipe de España que Franco
impuso a Juan Carlos I resultaba detestable en la realeza europea— y
que al régimen le pareció adecuado.
También satisfizo a los padres del
rey emérito porque se consideraba que componían una «perfecta pareja
real», en expresión de uno de los testigos de la boda que, en el
anonimato, aglutinó la queja aristocrática por el enlace del príncipe de
Asturias elaborando un documento que fue distribuido en algunos
círculos madrileños y andaluces en los que este noble apelaba —y era una
referencia históricamente cierta— a las Siete Partidas de Alfonso X el
Sabio como antecedente «insoslayable» para determinar las
características de la reina consorte, entre las que se señalaba «el buen
linaje». Es sabido que hubo intentos de crear una especie de plataforma
anti Letizia. Ese disparate, como era de prever, fracasó ruidosamente.
La
biografía de la reina Letizia, que pertenece a una familia de clase
media y, por lo tanto, sin antecedentes linajudos, ha sido utilizada
como un ariete contra ella y contra el rey de manera quese ha llegado a
la indecencia de desvelar ciertos o supuestos pasajes de su vida
quebrando su más elemental privacidad.
La indagación mediática no ha
perdonado inmiscuirse hasta en los pliegues más íntimos de algunos
episodios trágicos para la consorte del rey, como la muerte de una de
sus hermanas, o el seguimiento a sus padres, divorciados, y otros
familiares. El primer marido de la reina ha sido tentado fehacientemente
para que relatase las circunstancias de su frustrado matrimonio con
ella, sin que Alonso Guerrero haya accedido en ningún caso a lucrarse a
costa de la vida privada de su primera mujer y ahora reina consorte de
España.
Esa tentación no la vencieron ni un miserable primo de la reina
ni una de sus tías, que, rentabilizando su parentesco, milita en un
grotesco republicanismo.
La
reina consorte, ya madre de la futura reina de España, ha adquirido en
la Familia Real la consistencia que a lo largo de la historia ha
empoderado a sus predecesoras: la maternidad del heredero o heredera y
la expectativa constitucional de asumir la regencia, única función que
la Carta Magna prevé para la esposa del rey en caso de fallecimiento o
inhabilitación de este y durante la minoría de edad del sucesor o
sucesora.
Por lo demás, los contrayentes firmaron unas
capitulaciones matrimoniales muy prolijas, elaboradas por el despacho
Uría Menéndez, y que contemplan, además de la separación de bienes, la
hipótesis de un divorcio o separación, las condiciones en las que
quedaría Letizia Ortiz en ese caso —económicas y protocolarias—, la
custodia de los hijos —ahora de la princesa de Asturias y de la infanta
Sofía— durante su minoría de edad y otros detalles que parece prudencial
haber previsto.
Este documento notarial está inscrito en el registro
civil específico de la Familia Real en el Ministerio de Justicia y no ha
dejado de excitar morbosas curiosidades, especialmente cuando se han
manejado rumores, casi siempre exagerados, sobre la salud del matrimonio
de los reyes.
Pese a los intentos por conocer la literalidad de
las capitulaciones matrimoniales de los reyes, el registro de la Familia
Real está blindado por la normativa que lo regula, el Real Decreto de
27 de noviembre de 1981, que dispone que las certificaciones de sus
anotaciones solo podrán expedirse «a petición del Rey o Regente, de los
miembros de la Familia Real con interés legítimo, del presidente del
Gobierno o de las Cortes».
Es por completo cierto que el período
de adaptación de la esposa del rey fue duro, costoso y, en ocasiones,
despertó serias incertidumbres. Se llegó a pensar que el acomodo real de
Letizia Ortiz «no iba a ser posible». Sin embargo, su motivación y
fuerza de voluntad se impusieron, aceptando, además, su preparación
religiosa, previa al matrimonio, que corrió a cargo del
cardenal-arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, considerado un
prelado integrista que ofició también la ceremonia de su enlace
matrimonial el 22 de mayo de 2004, una jornada lluviosa, tronante y
ventosa.
Y sobre la que sobrevolaba la tristeza de la masacre del 11-M, a
la que los entonces príncipes de Asturias no fueron insensibles. En su
trayecto por Madrid, homenajearon a las víctimas. El eclesiástico
gallego, hombre fuerte de la Iglesia española durante muchos años, habló
tanto en público como en privado siempre en términos elogiosos hacia
Letizia Ortiz, reconociendo en un círculo restringido de comensales que
le había tomado «afecto» y que superaría «las pocas expectativas que
ahora suscita».
El rey es un hombre tímido al que no le han
descompuesto estos avatares vitales. Felipe VI transmite gravitas, una
vibración de extrema seriedad y honda preocupación. El físico le
acompaña en la dignificación del cargo. Su altura (1,97) y un porte
disciplinado y extremadamente elegante parecen signos propios de una
realeza en la que milita de manera constante, a veces mostrando un
enorme esfuerzo y hasta un sesgo de tensión.
Personas allegadas destacan
que la contundencia de la presencia de Felipe VI ha aumentado con una
poblada barba que, para unos, no deja de ser un recurso meramente
estético que oculta la asimetría de su boca y, para otros, una especie
de trampantojo que lo embosca más en su introspección. En todo caso,
también en este aspecto se distancia de su padre, que a partir de una
edad adulta, pero todavía joven, perdió la esbeltez, aunque nunca la
majestad.
Dejando al margen algunas imágenes suyas que la desmentirían,
pero cuya publicación fueron verdaderos asaltos a su intimidad, no
desprovista de interés público porque reflejaban el lado oscuro de su
comportamiento al margen de su matrimonio, su familia, y orillando la
dignidad estética de su magistratura.
Una
de las características del estilo de vida del rey consiste en la
morigeración y el ejercicio, practicando varios deportes, entre ellos el
esquí, al que ha aficionado a sus hijas y a la reina consorte, lo que
le reporta buena salud y un estado físico encomiable, muy diferente al
que ya a su edad —bien pasada la cincuentena— presentaba su padre. El
monarca, por influencia de Letizia, se cuida especialmente en las
comidas, limitando mucho la ingesta de azúcares y grasas, aunque cuando
sale con sus amigos a restaurantes «come de todo, aunque apenas bebe».