El rey. Algunas personas piensan que a la monarquía que encabeza el rey
Juan Carlos se le ha cerrado la veda que durante cerca ya de cuatro
décadas la mantuvo en la órbita de las hagiografías y al margen del
debate público. Nunca en este periodo ya largo en el tiempo ha estado
ajena a reticencias y tenues opiniones en contra, pero nunca
significativas. En cambio, en los últimos meses su propia supervivencia
ha entrado el ámbito de la polémica pública que la democracia y la
libertad permiten, y hasta aconsejan. Es lógico, e incluso saludable,
que una institución de tanta importancia y trascendencia esté abierta a
la opinión de los ciudadanos y, por supuesto, a la crítica.
Las monarquías modernas, y la española lo es, no están sustentadas por
dogmas como ocurría en el pasado y aún ocurre hoy en algunos países
musulmanes. Están integradas por seres humanos que pueden equivocarse y
cometer fallos, porque mujeres y hombres perfectos no hay, y es
completamente lógico que haya en España personas cuyas ideas o
planteamientos políticos la rechacen. De partida la monarquía choca con
los principios de la democracia y la igualdad, tiene un carácter
claramente anacrónico y a primera vista puede parecer que no compite con
las ventajas que su alternativa, la república, puede ofrecer gracias a
las perspectivas de renovación periódica que implica.
Pero, tanto en España como en los demás países europeos representados
en la cima del Estado por reyes o reinas, el sistema monárquico se
mantiene, y en la mayor parte de los casos, incluido el nuestro, goza de
buena salud, porque sus sociedades, todas ellas avanzadas, se han
percatado de lo contrario, es decir, de las ventajas que una
representación permanente en la reencarnación del Estado proporciona.
Encuentro razonables los argumentos que defienden la república, y sin
embargo, habituado a moverme por un mundo donde son mayoría, creo que
nos olvidamos de las ventajas que sobre ellas ofrece la monarquía,
empezando por algo tan importante como es la estabilidad.
Cuando hablamos entre nosotros de la república, ¿nos planteamos los
problemas que plantearía en estos momentos, lo mismo que en los pasados o
probablemente en los futuros, ejecutar la elección periódica de un
presidente? Lógicamente, un presidente que concite cierto consenso,
claro, ante las diferentes corrientes políticas, entre las diferentes
capas sociales y, particularmente, en un país tan diverso como España,
donde tanto influyen las ambiciones identitarias, en las diferentes
regiones. Sería muy complicado y vendría a enredar y encarecer más el
calendario electoral, ya muy cargado con elecciones legislativas,
europeas, autonómicas o municipales.
El argumento más manejado por los defensores de la república, además
del sistema hereditario por supuesto, es el coste de la monarquía, tal
vez porque se piensa en los dispendios en que incurría en el pasado o
los oropeles que aún derrochan algunas, como la británica, pero en otros
casos, y aquí resalta la austeridad el modelo español, la realidad es
que el mantenimiento de una Casa Real, incluidos sus miembros, no
resulta más caro que el gasto de una jefatura del Estado republicana,
que requeriría un presupuesto similar para protocolo, viajes, seguridad,
servicios, etcétera. Presupuesto al que habría que añadir, no se
olvide, el coste del estatus que habría que proporcionales a los ex
presidentes.
Aunque todavía sorprenda algo escuchar críticas al rey u otros miembros
de la Familia Real, aunque parezca que en España la actual monarquía
atraviesa una etapa de turbulencias políticas, esto en buena medida es
una consecuencia de la recuperación de una normalidad en el debate
público después de muchos años en que la monarquía era considerada
intocable. El rey, que heredó una tradición de respeto a una errónea
apreciación mesiánica de su condición, ha sido el gran impulsor de una
libertad que permite enjuiciar sus actos y la realidad, que se respira
en el ambiente y lo reflejan las encuestas, es que su actuación sigue
siendo positivamente valorada y su continuidad fuera de duda.
En estos años la Familia Real, y muy particularmente don Juan Carlos al
margen de la mala imagen de sus aventuras cinegéticas, no solamente
han desempeñado bien las funciones representativas que tienen
encomendadas, también han hecho contribuciones decisivas para la
consolidación de la democracia, a la imagen de modernización del país y,
en más de una ocasión, su prestigio y ámbito de relaciones han
contribuido a salvar escollos y abrir nuevos cauces al comercio
exterior. La reina, los príncipes de Asturias y las Infantas tampoco no
se han quedado atrás. Todos ellos se han ganado el sueldo que perciben,
que dicho sea de paso, no es desorbitado. Muchos jugadores del Real
Madrid o el Barça lo superan.
el heredero. La polémica que a veces desencadena la monarquía gira a
menudo en torno al futuro y, después de reconocer los méritos del Rey,
plantea las dudas que puede suscitar la incógnita sobre la capacidad del
Heredero de la Corona, el príncipe Felipe, para desempeñar tan altas
funciones. También es lógico que haya personas que pongan en duda su
preparación -- puesto que no ha tenido que demostrarla en unas
oposiciones -- y sus condiciones para enfrentar con acierto todos los
problemas con que va a encontrarse. Cada vez tenemos más información
plenamente tranquilizadora y sobre este aspecto y me atrevería a aportar
alguna impresión propia al respecto.
Desde hace bastantes años, quizás nueve o diez, cada mes de noviembre
tengo el honor de compartir mesa en la cena que los príncipes presiden
durante el acto de entrega del premio periodístico Francisco Cerecedo,
que concede la Asociación de Periodistas Europeos, de la que don Felipe
es presidente de honor. Es un acto semipúblico y, por supuesto, no voy a
revelar nada de lo que allí se ha hablado en tantas horas de
conversación, privada aunque abierta como ya sumamos, y las mínimas
limitaciones protocolarias en que se desenvuelve. Pero si me permitiría
aportar algunas impresiones personales que pueden contribuir a ilustrar
el conocimiento de la personalidad de quien algún día será el Rey de
España.
Don Felipe en esas conversaciones ofrece una imagen de seriedad, rigor
en sus apreciaciones, y conocimientos verdaderamente excelente. Así lo
compartimos todos los presentes, y así lo he apreciado un año tras otro
en que tuve la oportunidad de observar sus progresos. Tradicionalmente
esas mesas son compartidas por diez personas, entre ellas el intelectual
o empresario que presidió el jurado encargado de otorgar el premio, el
banquero que lo patrocina y el premiado, un periodista a veces español y
en ocasiones extranjero, en cuyo caso la conversación suele discurrir
en su idioma, unas veces en ingles, como ocurrió en esta última edición
en que el galardón recayó en el canadiense Michael Ignatiev, y otras en
francés, como cinco años atrás ocurrió cuando el premiado fue el
redactor jefe de Le Monde Sylvain Cypel.
En todos los casos el príncipe, además de dominar ambos idiomas,
demostró una gran curiosidad por las cuestiones en que los premiados son
expertos – Ignatiev, por ejemplo, lo es en el ámbito de los
nacionalismos, y Cypel en el conflicto del Próximo Oriente – y mantuvo
unos intercambios de conocimientos, ideas claras y opiniones
fundamentadas que nos dejaron impresionados a todos. Hace unas semanas,
sin remontarnos más atrás, cuando terminó la cena y los príncipes, ya al
filo de la media noche, abandonaron la velada, Ignatiev, un intelectual
y ensayista de talla internacional y gran experiencia política, dio
rienda suelta a su espontaneidad expresando la grata impresión que el
futuro monarca le había causado.
En su reciente entrevista en televisión – por cierto
incomprensiblemente descargada de algunas cuestiones que la actualidad
imponía abordar – el rey dijo que tenemos al Heredero mejor preparado de
nuestra historia. Y seguramente no le faltaba razón. Don Felipe tanto
en su imagen pública como en las distancias cortas, donde tengo la
suerte de conocerle y tratarle a menudo, refleja una buena cultura y un
excelente conocimiento del reto que habrá de afrontar, y en el que se
está ensayando, así como una condición humana que le convierte en una
persona cordial, serena y con don de gentes y, sobre todo, con un
evidente sentido de la responsabilidad.
Quienes sienten inquietud ante el futuro de la monarquía pueden estar
tranquilos y cambiarla por confianza en quien está llamado a encabezarla
con el bagaje y la buena experiencia que está adquiriendo. Las
inquietudes ante lo desconocido son inevitables, pero en mi modesta
opinión las que suscita el príncipe de Asturias no tienen por qué ser
mayores que las que pueda suscitar la incógnita de un presidente electo
de una hipotética república por mucho que todos pudiésemos tener la
oportunidad de contribuir a elegirle con nuestro voto. La democracia y
la monarquía pueden, efectivamente, resultar contradictorias, pero
afortunadamente en España tenemos la suerte de tener una monarquía que
en su nueva etapa se ha revelado como el mejor sostén con que la
democracia cuenta para seguir proporcionándonos la libertad y la
estabilidad que, rompiendo con una pésima tradición, ya nos ha
garantizado durante 37 años.