lunes, 14 de enero de 2013

La monarquía ante el futuro / Diego Carcedo

El rey. Algunas personas piensan que a la monarquía que encabeza el rey Juan Carlos se le ha cerrado la veda que durante cerca ya de cuatro décadas la mantuvo en la órbita de las hagiografías y al margen del debate público. Nunca en este periodo ya largo en el tiempo ha estado ajena a reticencias y tenues opiniones en contra, pero nunca significativas. En cambio,  en los últimos meses su propia supervivencia ha entrado el ámbito de la polémica pública que la democracia y la libertad permiten,  y hasta aconsejan. Es lógico, e incluso saludable, que una institución de tanta importancia y trascendencia esté abierta a la opinión de los ciudadanos y, por supuesto, a la crítica.

Las monarquías modernas, y la española lo es, no están sustentadas por dogmas como ocurría en el pasado y aún ocurre hoy en algunos países musulmanes. Están integradas por seres humanos que pueden equivocarse y cometer fallos, porque mujeres y hombres perfectos no hay, y es completamente lógico que haya en España personas cuyas ideas o planteamientos políticos la rechacen. De partida la monarquía choca con los principios de la democracia y la igualdad, tiene un carácter claramente anacrónico y a primera vista puede parecer que no compite con las ventajas que su alternativa, la república, puede ofrecer gracias a las perspectivas de renovación periódica que implica.

Pero, tanto en España como en los demás países europeos representados en la cima del Estado por reyes o reinas, el sistema monárquico se mantiene, y en la mayor parte de los casos, incluido el nuestro, goza de buena salud, porque sus sociedades, todas ellas avanzadas, se han percatado de lo contrario, es decir, de las ventajas que una representación permanente en la reencarnación del Estado proporciona. Encuentro razonables los argumentos que defienden la república, y sin embargo, habituado a moverme por un mundo donde son mayoría, creo que nos olvidamos de las ventajas que sobre ellas ofrece la monarquía, empezando por algo tan importante como es la estabilidad.

Cuando hablamos entre nosotros  de la república, ¿nos planteamos los problemas que plantearía en estos momentos, lo mismo que en los pasados o probablemente en los futuros, ejecutar la elección periódica de un presidente? Lógicamente, un presidente que concite cierto consenso, claro,  ante las diferentes corrientes políticas, entre las diferentes capas sociales y, particularmente, en un país tan diverso como España, donde tanto influyen  las ambiciones identitarias, en las diferentes regiones. Sería muy complicado y vendría a enredar y encarecer más el calendario electoral, ya muy cargado con elecciones legislativas, europeas, autonómicas o municipales.

El argumento más manejado por los defensores de la república, además del sistema hereditario por supuesto, es el coste de la monarquía, tal vez porque se piensa en los dispendios en que incurría en el pasado o los oropeles que aún derrochan algunas, como la británica, pero en otros casos, y aquí resalta la austeridad  el modelo español, la realidad es que el mantenimiento de una Casa Real, incluidos sus miembros, no resulta más caro que el gasto de una jefatura del Estado republicana, que requeriría un presupuesto similar para protocolo, viajes, seguridad, servicios, etcétera. Presupuesto al que habría que añadir, no se olvide,  el coste del estatus que habría que proporcionales a los ex presidentes.

Aunque todavía sorprenda algo escuchar críticas al rey u otros miembros de la Familia Real, aunque parezca que en España la actual  monarquía atraviesa una etapa de turbulencias políticas, esto en buena medida es una consecuencia de la recuperación de una normalidad en el debate público después de muchos años en que la monarquía era considerada intocable. El rey, que heredó una tradición de respeto a una errónea apreciación mesiánica de su condición, ha sido el gran impulsor de una libertad que permite enjuiciar sus actos y la realidad, que se respira en el ambiente y lo reflejan las encuestas, es que su actuación sigue siendo positivamente valorada y su continuidad fuera de duda.

En estos años la Familia Real, y muy particularmente don Juan Carlos al margen de la mala imagen de sus aventuras cinegéticas,  no solamente han desempeñado bien las funciones representativas  que tienen encomendadas, también han hecho contribuciones decisivas para la consolidación de la democracia, a la imagen de modernización del país y, en más de una ocasión, su prestigio y ámbito de relaciones han contribuido a salvar escollos y abrir nuevos cauces al comercio exterior. La reina, los príncipes de Asturias y las Infantas tampoco no se han quedado atrás. Todos ellos se han ganado el sueldo que perciben, que dicho sea de paso, no es desorbitado. Muchos jugadores del Real Madrid o el Barça  lo superan.

el heredero. La polémica que a veces desencadena la monarquía gira a menudo en torno al futuro y, después de reconocer los méritos del Rey, plantea las dudas que puede suscitar la incógnita sobre la capacidad del Heredero de la Corona, el príncipe Felipe, para desempeñar tan altas funciones. También es lógico que haya personas que pongan en duda su preparación -- puesto que no ha tenido que demostrarla en unas oposiciones --  y sus condiciones para enfrentar con acierto todos los problemas con que va a encontrarse. Cada vez tenemos más información plenamente tranquilizadora y sobre este aspecto y me atrevería a aportar alguna impresión propia al respecto.

Desde hace bastantes años, quizás nueve o diez, cada mes de noviembre tengo el honor de compartir mesa en la cena que los príncipes presiden durante el acto de entrega del premio periodístico Francisco Cerecedo, que concede la Asociación de Periodistas Europeos, de la que don Felipe es presidente de honor. Es un acto semipúblico y, por supuesto,  no voy a revelar nada de lo que allí se ha hablado en tantas horas de conversación, privada aunque abierta como ya sumamos, y las mínimas limitaciones protocolarias en que se desenvuelve. Pero si me permitiría aportar algunas impresiones personales que pueden contribuir a ilustrar el conocimiento de la personalidad de quien algún día será el Rey de España.

Don Felipe en esas conversaciones ofrece una imagen de seriedad, rigor en sus apreciaciones, y conocimientos verdaderamente excelente. Así lo compartimos todos los presentes, y así lo he apreciado un año tras otro en que tuve la oportunidad de observar sus progresos. Tradicionalmente esas mesas son compartidas por diez personas, entre ellas el intelectual o empresario que presidió el jurado encargado de otorgar el premio, el banquero que lo patrocina y el premiado, un periodista a veces español y en ocasiones extranjero, en cuyo caso la conversación suele discurrir en su idioma, unas veces en ingles, como ocurrió en esta última edición en que el galardón recayó en el canadiense Michael Ignatiev, y otras en francés, como cinco años atrás ocurrió cuando el premiado fue el redactor jefe de Le Monde Sylvain Cypel.

En todos los casos el príncipe, además de dominar ambos idiomas, demostró una gran curiosidad por las cuestiones en que los premiados son expertos – Ignatiev, por ejemplo, lo es en el ámbito de los nacionalismos, y Cypel en el conflicto del Próximo Oriente – y mantuvo unos intercambios de conocimientos, ideas claras y opiniones fundamentadas que nos dejaron impresionados a todos. Hace unas semanas, sin remontarnos más atrás, cuando terminó la cena y los príncipes, ya al filo de la media noche, abandonaron la velada, Ignatiev, un intelectual y ensayista de talla internacional y gran experiencia política, dio rienda suelta a su espontaneidad expresando la grata impresión que el futuro monarca le había causado.

En su reciente entrevista en televisión – por cierto incomprensiblemente descargada de algunas cuestiones que la actualidad imponía abordar – el rey dijo que tenemos al Heredero mejor preparado de nuestra historia. Y seguramente no le faltaba razón. Don Felipe tanto en su imagen pública como en las distancias cortas, donde tengo la suerte de conocerle y tratarle a menudo, refleja una buena cultura y un excelente conocimiento del reto que habrá de afrontar, y en el que se está ensayando, así como una condición humana  que le convierte en una persona cordial, serena y con don de gentes y, sobre todo, con un evidente sentido de la responsabilidad.

Quienes sienten inquietud ante el futuro de la monarquía pueden estar tranquilos y cambiarla por confianza en quien está llamado a encabezarla con el bagaje y la buena experiencia que está adquiriendo. Las inquietudes ante lo desconocido son inevitables, pero en mi modesta opinión las que suscita el príncipe de Asturias no tienen por qué ser mayores que las que pueda suscitar la incógnita de un  presidente electo de una hipotética república por mucho que todos pudiésemos tener la oportunidad de contribuir a elegirle con nuestro voto. La democracia y la monarquía pueden, efectivamente, resultar contradictorias, pero afortunadamente en España tenemos la suerte de tener una monarquía que en su nueva etapa  se ha revelado como el mejor sostén con que la democracia cuenta para seguir proporcionándonos la libertad y la estabilidad que, rompiendo con una pésima tradición, ya nos ha garantizado durante 37 años.

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