El PP no tiene razón cuando manifiesta que debe gobernar la lista más
votada, y están en lo cierto por tanto aquellos que desde las filas
socialistas, o sus adláteres, le contestan que estamos en un sistema
parlamentario y que alcanza la Presidencia de Gobierno aquel que logra
en el Congreso una mayoría absoluta o simple (según sea en la primera o
en la segunda vuelta).
Pero precisamente por eso no se entiende que
Pedro Sánchez se empeñe, tanto en esta como en la pasada legislatura, en
hablar del tiempo de Mariano Rajoy, y que dedique la totalidad de la
rueda de prensa convocada para dar cuenta de su entrevista con el Rey, a
requerir una y mil veces al Presidente en funciones su obligación
institucional y constitucional -le faltó decir teológica- de presentarse
a la investidura, dando también por supuesto que era obligación del
Monarca designarle como candidato. Y todo ello al mismo tiempo que se
ratificaba con contundencia en su voto negativo, sin dejar el mínimo
resquicio a la abstención, única posibilidad que tiene Mariano Rajoy de
alcanzar la investidura. Lo de los independentistas es una broma de mal
gusto que no se la creen ni quienes lo proponen.
Parece que el único objetivo de Pedro Sánchez consiste en conseguir
que Mariano Rajoy pase por el trance de una sesión de investidura de
antemano perdida, sin que le importe demasiado la formación de Gobierno;
quizá por eso, mientras reiteradamente insistía en lo que tenía que
hacer el Presidente del PP, no dijo una sola palabra de lo que pensaba
hacer él para que se forme Gobierno, una vez que la negativa del PSOE a
abstenerse bloquea toda posibilidad de que Mariano Rajoy sea investido.
Es decir, contestar a lo que le preguntaban una y otra vez los
periodistas y que es lo que interesa a los españoles, si va a intentar,
tal como le han solicitado algunos de los suyos, un Gobierno con Unidos
Podemos y con los independentistas.
La Monarquía, en su misma esencia, presenta un evidente y enorme
defecto, consistente en que el puesto de Rey es hereditario y no se
somete al voto popular. Por esa razón en las democracias modernas las
constituciones pretenden paliar esta tara de origen, atribuyendo al
Monarca funciones exclusivamente representativas y vaciando de contenido
cualquier otro papel que protagonice. Nuestra carta magna declara al
Rey irresponsable, y dispone que cualquier norma que apruebe ha de ser
refrendada por un político. Pero como los cortesanos son peores que los
reyes, en esta temporada tan incierta en la que nos encontramos con un
Gobierno en funciones, no falta quien pretende sacar al Rey de su papel
institucional y de la debida escrupulosa neutralidad para asignarle
funciones o incluso decisiones que no le competen.
No es solo que Albert Rivera desbarrara afirmando que iba a pedir al
Rey que intercediese ante el PSOE para convencer a esta formación de que
debía abstenerse en segunda votación en la investidura de Mariano
Rajoy, actitud propia de un político imberbe, sino que el papel del
Monarca ha sido desnaturalizado en la interpretación que muchos han
hecho del artículo 99 de la Constitución, y que ese mal entendimiento ha
podido contagiar al mismo Felipe VI.
Hay que comenzar afirmando que debería ser obvio que de ningún modo
la propuesta es un acto discrecional del Rey, el cual basándose en su
solo juicio o en sus creencias, pudiera designar a quien considerase más
conveniente. No obstante, tampoco es el reflejo de un mero automatismo
que conduzca al Monarca a tener que designar por obligación al cabeza de
la lista más votada. Si esto fuese así, sobraría la actuación del Rey y
por supuesto la ronda de consultas.
Pero entre el automatismo y la discrecionalidad existe una vía
intermedia que es donde adquieren sentido las entrevistas con el Rey de
los representantes designados por los grupos políticos, porque mediante
estas consultas el Monarca puede aquilatar quién tiene posibilidades de
conseguir la investidura, y por lo tanto quién debe ser designado, sea
de la primera fuerza o de la quinta. De todo esto se deduce que las
negociaciones entre los partidos deben ser previas a la rueda de
consultas y no viceversa. Ahora que han surgido tantos exégetas del
artículo 99 de la Constitución, notarán el carácter de inmediatez que el
texto concede entre la designación y la sesión de investidura, signo de
que la negociación se ha efectuado con anterioridad, al menos en sus
partes esenciales.
Saquemos las conclusiones de todo ello:
Primera.- No hay tiempo de Rajoy ni de ningún otro, al contrario de
como se han empeñado en convencernos Pedro Sánchez y el PSOE, tanto en
la pasada legislatura como en la actual. En un parlamento tan
fraccionado como este, nada más conocerse los resultados electorales
comienza el tiempo de todos porque todos deben buscar los acuerdos
oportunos para formar Gobierno, de manera que pueda llegarse a la ronda
de consultas con al menos un germen de Gobierno, que haga posible que el
Rey designe al candidato.
Segunda.- En la pasada legislatura, el Rey se equivocó al designar a
Rajoy y acertó este al declinar la invitación, puesto que era evidente
que ni tenía ni iba a tener los apoyos precisos, una vez que el PSOE
había manifestado su firme propósito de no negociar.
Tercera.- Se equivocó también el Rey -o “lo equivocaron”- cuando
designó a Pedro Sánchez, sin que hubiese la menor garantía de que
contase con los votos necesarios.
Cuarta.- Asimismo, en las pasadas elecciones, Pedro Sánchez nos hizo
perder a todos mucho tiempo, porque si su intención era formar Gobierno
debería haber empezado desde el primer momento a negociar con Pablo
Iglesias, ya que si Rajoy no tenía ninguna posibilidad sin el voto del
PSOE, él tampoco la tenía sin la aquiescencia de Podemos. Pero Pedro
Sánchez nunca tuvo la intención de negociar de verdad con la fuerza
morada, simplemente exigía de ellos un cheque en blanco. En lugar de
ello, se empecinó en montar todo un espectáculo, mediante una
negociación teatral con Ciudadanos que a nada conducía.
Quinta.- Acertó el Rey cuando tras el fracaso de la investidura de
Pedro Sánchez no designó a ningún otro candidato a la espera de que los
partidos pudiesen llegar a algún acuerdo, lo que como es palmario no se
consiguió.
Sexta.- El Rey se ha equivocado de nuevo al designar a Mariano Rajoy y
este también al aceptar la designación, puesto que, dada la negativa
del PSOE y de Ciudadanos a emprender cualquier clase de negociación, la
investidura es de antemano fallida y la sesión, una farsa. La finalidad
de la sesión de investidura no es, como intenta persuadirnos Pedro
Sánchez, que comience a contar el plazo de los dos meses de cara a la
disolución de las Cortes (esa cursilada de “poner en marcha el reloj de
la democracia”), sino la elección de un Presidente. Es verdad que
nuestra Constitución tiene una laguna, pero en democracia siempre hay
soluciones sin montar pantomimas y sin tener que desfigurar las
instituciones. Las Cortes son soberanas y, aun cuando no figure
explícitamente en la Constitución, siempre podrán disolverse en caso de
bloqueo para convocar nuevas elecciones.
Séptima.- Si la decisión del PSOE de no abstenerse en la investidura
de Mariano Rajoy es firme y no piensa modificarla, y si es verdad que
tampoco quiere ir a unas terceras elecciones, Pedro Sánchez tenía que
haber dejado de marear la perdiz y desde el primer momento acometer lo
que parece ser su auténtico objetivo, el que no se atreve a confesar
abiertamente, que es negociar con Podemos y con los independentistas.
¿Para qué todo ese teatro acerca de la investidura de Rajoy? Es un juego
infantil el que se traen con ese asunto los líderes del PSOE y de
Ciudadanos. Una venganza pueril, que ni siquiera lo es. Se puede pensar
lo que se quiera de Pablo Iglesias, pero hay que reconocer que es el
único que ha hablado claro desde el principio, exhortando a Pedro
Sánchez a negociar nada más saberse los resultados electorales, sin
andarse por las ramas, sin esperas y sin encomiendas reales.
(*) Interventor y Auditor del Estado. Inspector del Banco de España
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