Las primeras noticias públicas sobre actividades ilícitas del Instituto Nóos y la implicación de Iñaki Urdangarin
datan de 2006, cuando un diputado autonómico del PSOE denunció
sospechosas adjudicaciones de contratos del Gobierno balear a favor de
dicho instituto. La justicia tardó cuatro años en tomar cartas en el
asunto, hasta 2010 no se inició la instrucción del caso. Urdangarin fue imputado en 2011 y Cristina de Borbón en 2013.
En total, once años de escándalo público
sostenido y siete de tramitación judicial hasta alcanzar una primera
sentencia (y lo que nos espera hasta que el Tribunal Supremo resuelva
los recursos).
Es
insensato que tengan que pasar once años desde
que se descubre un hecho presuntamente delictivo hasta que se dicta
sentencia. Si además el caso compromete –aunque sea lateralmente– a la
jefatura del Estado, un deterioro institucional tan prolongado resulta
sumamente dañino. Sea culpable o inocente, ninguna persona tiene por qué sufrir una década de escarnio inquisitorial público
antes de ser juzgada. ¿Quién devuelve hoy a la ciudadana Cristina de
Borbón y a los otros diez absueltos estos once años de vida personal y
profesionalmente destrozada? ¿Por qué a los seis años de condena penal
el ciudadano Urdangarin ha tenido que añadir once más de condena civil previa?
No
hay la menor esperanza de que alguien diga que las tres magistradas se
han limitado a hacer honradamente su trabajo. Ninguna posibilidad de que
la absolución de la hermana del Rey
se deba simplemente a que es inocente en derecho, o de que la condena a
Urdangarin sea la que se corresponde con los delitos cometidos. Oiremos
y leeremos todas las interpretaciones, a cuál más arbitraria, más
prejuiciosa y más iletrada (nunca mejor dicho). Todas, excepto la más
sencilla y razonable. Aquí, tratándose de personajes públicos, todo lo
que no sea instalar la horca en la plaza de la Cebada para solaz del
personal se vive como una ignominia.
Pongamos algunas cosas en valor. Por ejemplo, que España es la única monarquía democrática
que ha sentado en el banquillo a un miembro de su casa real, y les
aseguro que no será porque otros familiares de reyes en Europa no hayan
dado motivos. Pongamos en valor también que, salvando su inaceptable
dilación, el juicio
ha sido tan limpio y transparente como el que cualquiera de nosotros
desearía para sí mismo (salvo, quizá, por el hecho de que quien ejerció
la acusación particular haya resultado ser una organización mafiosa de manos bien sucias, lo que probablemente no ha beneficiado a quienes esperaban condenas más duras).
Y pongamos en valor –este es un buen momento para ello– la inteligencia política de Felipe de Borbón. Este Rey ha lidiado con situaciones tremendamente exigentes y comprometidas. Primero, los escándalos de la vida privada –y no tan privada– de su padre, que aún dan coletazos temibles.
Segundo, un año de vacío de gobierno que lo puso en el ojo del huracán,
obligado a tomar decisiones complejísimas para contribuir a desbloquear
al país cumpliendo fielmente su limitada función constitucional. En aquella tesitura, además, los dirigentes políticos hicieron todo lo posible por ponérselo difícil y casi nada por ayudar.
Probablemente
la familia Borbón
esté hoy destruida sin remedio, pero eso no forma parte del análisis
político. Lo que nos importa como ciudadanos es que la jefatura del
Estado sale de este escándalo con su autoridad y su prestigio
institucional intactos. Y ello se debe al tacto infinito con el que su
titular ha manejado una situación endiablada.
Felipe
VI ha dado una lección de talento político, de administración de la
agenda y de las actitudes, a todos los partidos implicados en casos de
corrupción. El PP ante el caso Bárcenas, el PSOE ante los ERE, Convergencia ante el 3%,
incluso Podemos ante las acusaciones más o menos fundadas que
recurrentemente afectan a alguno de sus dirigentes: todos ellos
reaccionan de forma menos serena, más histérica e infinitamente más
torpe que Felipe de Borbón en un caso en el que el menor error por su
parte habría dañado a la institución de forma irreversible.
No
sé –ni en realidad me importa– si este Jefe del Estado pertenece a la
nueva o a la vieja política, pero está claro que sabe en qué consiste
hacer buena política.
Todo lo que le hemos visto desde el día que ocupó el cargo demuestra
que conoce el oficio cien veces mejor que la colección de nuevos y
viejos mediocres que componen la peor clase dirigente
de nuestra historia democrática. Qué cosas nos pasan: resulta que el
mejor político de España es justamente el que tiene su papel político
más limitado por la Constitución.
Mientras
se hacía pública la sentencia sobre su hermana y su cuñado, él
inauguraba en Madrid una exposición de pintura junto a un mandatario
europeo. La distancia justa, todo medido al milímetro, profesionalidad
ante todo. Buen trabajo.
(*) Consultor político y experto en estrategias electorales y análisis de la opinión pública
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