La institución monárquica choca frontalmente con los dos
principios en los que descansa el Estado Constitucional democrático: el
principio de igualdad y el carácter representativo del poder político.
Si hay algo que el Estado democrático no puede tolerar es que
jurídicamente se configuren distintas categorías de individuos
jerárquicamente ordenados. Para evitarlo fue, precisamente, para lo que
se inventó el concepto de ciudadanía, que supone la equiparación
jurídica de todos los individuos independientemente de sus diferencias
personales. Esta regla no admite excepción.
Pero, además, el Estado
democrático exige que la manifestación de voluntad del mismo se
reconduzca permanentemente a lo que dichos ciudadanos, bien directamente
o a través de sus representantes, decidan. Por eso el Estado
democrático es ante todo una forma de organización política formalmente
igualitaria y representativa. Ésta es la razón por la que la Monarquía
como forma política es, desde la imposición efectiva del Estado
Constitucional, una especie bajo amenaza permanente de extinción.
En
última instancia, el Estado Constitucional no es más que un proyecto de
ordenación racional del poder, tanto en su origen como en su ejercicio, y
en el mismo no tiene cabida una magistratura de tipo hereditario. La
herencia es una institución coherente con la propiedad privada, pero no
con el ejercicio del poder del Estado, que se caracteriza precisamente
por la separación del poder político de la propiedad. El poder no puede
ser de nadie por muy rico que sea.
La Monarquía, en consecuencia, no tiene ni puede tener una
justificación de tipo racional en el interior del Estado democrático,
sino que tiene, allí donde todavía existe, una justificación
exclusivamente histórica. Es una consecuencia del peso de la institución
monárquica en el proceso de formación del Estado nacional en el
continente europeo. Por eso, a pesar de que la Revolución Francesa y los
procesos subsiguientes a través de los cuales se puso fin al Antiguo
Régimen en Europa fueron fundamentalmente antimonárquicos "en los
principios", no fueron capaces de serlo "institucionalmente".
En la
Europa de finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX en la mayor
parte de los países una forma política no monárquica resaltaba
difícilmente imaginable. Los siglos de la monarquía absoluta pesaban
demasiado todavía.
Esta contradicción "principial/institucional" ha marcado desde
entonces la evolución de todas las monarquías europeas sin excepción,
resolviéndose siempre la misma a favor del primer término de la
contradicción, es decir, del principio democrático, y en contra del
segundo, es decir, de la institución monárquica.
Desde una doble perspectiva:
En primer lugar, aquellas monarquías que no supieron adaptarse
institucionalmente a los nuevos principios del Estado constitucional, es
decir, aquellas monarquías que no supieron convertirse a lo largo del
siglo XIX en monarquías parlamentarias y en las que el rey continuó
siendo un poder real y efectivos del Estado, resultaron incompatibles
con la propia existencia del Estado Constitucional en el tránsito del
liberalismo a la democracia en los primeros decenios del siglo XX.
Serían barridas por la historia.
Es el caso de las monarquías
autoritarias centroeuropeas, alemana y austrohúngara, rusa, portuguesa,
italiana y española, aunque esta última, a diferencia de todas las
demás, ha tenido la oportunidad de mantenerse como "forma política del
Estado español" tras su restauración por el general Franco.
En segundo lugar, las monarquías que supieron adaptarse al
Estado constitucional a lo largo del siglo XIX y consiguieron de esta
manera sobrevivir a la marea democrática posterior a la I Guerra
Mundial, han experimentado un proceso de "democratización sui generis",
que las hace depender cada vez menos de su carácter hereditario y, por
tanto, de su legitimidad histórica, y cada vez más de su aceptación por
la opinión pública.
La monarquía es, pues, una anomalía histórica que ha tenido que
ser "corregida" por el Estado constitucional, bien mediante su supresión
pura y simple, bien mediante el sometimiento de la misma, de una manera
peculiar por supuesto, a ese axioma del constitucionalismo democrático
según el cual "todo poder procede del pueblo".
La monarquía, o ha dejado
de existir, o allí donde todavía se mantiene se ha convertido en una
institución sumamente dependiente de la opinión pública del país. Su
legitimidad de origen histórico no basta para continuar justificando su
existencia en nuestro días, sino que necesita una suerte de legitimidad
de ejercicio, que solo puede obtener de su sintonía con la opinión
pública.
Cuando esta legitimidad de ejercicio deja de ser visible, la
institución monárquica entra en crisis con riesgo para su propia
supervivencia. Le ocurrió a la monarquía belga tras la II Guerra Mundial
y también de alguna manera a la inglesa tras la muerte de Diana de
Gales.
Desde hace varios decenios la justificación de la monarquía en
el constitucionalismo europeo ha pasado a ser distinta de lo que fue en
el pasado. Una institución cuya "utilidad" residía en el hecho de que,
al estar garantizada la Jefatura del Estado por un orden de sucesión
perfectamente definido, la primera magistratura del país quedaba a
cubierto de los vaivenes de la opinión pública, convirtiéndose de esta
manera en una suerte de símbolo de la unidad y permanencia del Estado,
ha pasado a tener una justificación completamente distinta.
Distinta,
que no opuesta, siempre que la legitimidad histórica se subordine a la
legitimidad democrática. Si esto no ocurre, la distinción se convierte
en contraposición y la institución monárquica no puede sobrevivir.
Dicho de otra manera: justamente porque la monarquía es una
magistratura hereditaria, porque el monarca no puede ser desalojado de
la Jefatura del Estado cada cuatro años, es por lo que la exigencia de
su aceptación cotidiana por la opinión pública se hace todavía más
necesaria que respecto de las magistraturas elegidas.
El elemento
personal, el factor humano, que es del que se pretendía hacer
abstracción al instaurar la monarquía como forma de Estado y del que de
hecho se ha venido haciendo abstracción hasta hace bien poco en los
Estados monárquicos europeos, se ha convertido en un elemento de
importancia capital en estos últimos años.
Aquellas monarquías en las que los miembros de la dinastía
reinante no saben estar a la altura de lo que la opinión pública espera
de ellos, van a tener enormes dificultades para subsistir. La monarquía,
como la nación en la famosa definición de Renan, se está convirtiendo
en el Estado democrático de nuestros días, en un plebiscito permanente.
Este es el problema con el que tiene que enfrentarse la
monarquía española, a pesar del enorme esfuerzo que se está haciendo
desde el Gobierno, la mayoría parlamentaria con la colaboración de los
servicios jurídicos de las Cortes Generales, el Tribunal Supremo y ya
veremos si también el Ministerio Fiscal, para evitar que tenga que
hacerlo.
Fernando VII, Isabel II, Alfonso XII, Alfonso XIII (Primo de
Rivera y Francisco Franco), Juan Carlos I. ¿Justifica la conducta de
todos ellos que la monarquía siga siendo la forma política del Estado
español? ¿Puede descansar en dicha conducta la justificación de que
Felipe VI ocupe la Jefatura del Estado? ¿Es posible encontrar otra
justificación?
Se mire la cuestión por el lado que se la mire, la conclusión es
la misma: únicamente mediante la celebración de un referéndum se puede
decidir la forma política del Estado.
(*) Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla
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