Una contemplación pausada y relajada, ya sin la perentoriedad de la
gran decisión inminente, de la presentación de ayer en Buenos Aires ante
el COI de la candidatura madrileña a los Juegos Olímpicos permite
obtener las grandes conclusiones de lo realmente sucedido.
Las sucesivas intervenciones de los representantes españoles
compusieron un mosaico aseado y voluntarioso, en el que fue
conmovedoramente meritorio el recitado de algún discurso aprendido de
memoria en frágil remedo de la lengua inglesa, que describió un proyecto
confuso, que en realidad era el mismo que ya había obtenido el rechazo
frontal del COI en dos ocasiones, ese mismo proyecto que imprudentemente
se había construido ya en un 80%. Pero este acto formulario registró
una sorpresa: la magnífica intervención del príncipe Felipe.
En efecto, el heredero de la Corona, con una soltura que no le
conocíamos, desarrolló en tres idiomas –francés, inglés y español- y con
pleno dominio de todos ellos, una intervención magnífica, con franca
solvencia intelectual, alejada de los peligrosos tópicos y digna de un
estadista con ingenio y bagaje. El analista Antoni Gutiérrez-Rubí, que
mantiene el prestigioso blog “Micropolítica’, ha sistematizado los
méritos de discurso de don Felipe: además del dominio de las lenguas, el
acompañamiento gestual y corporal ha sido perfecto; el orador se ha
mostrado plenamente consciente de a qué auditorio se dirigía y en qué
escenario se encontraba; el hilo narrativo ha estado impecablemente
elaborado; ha mostrado la debida complicidad con los demás
intervinientes para dar sensación de una candidatura homogénea; la
alusión a su madre, griega, ha aportado una referencia muy oportuna al
clasicismo, en cuyo marco nacieron los juegos; ha comparecido con una
imagen joven y perfectamente cuidada, y ha transmitido las suficientes
dosis de pasión para desmentir su supuesta frialdad; ha planteado una
estrategia de fondo magnánima y a largo plazo, que ha contrastado con el
planteamiento economicista y cicatero de la candidatura…
Sería una lástima que esta brillantísima intervención del Príncipe
quedara oculta por el contexto de decepción y por la lógica voluntad
general de olvidar cuanto antes ese cierto ridículo en que hemos
incurrido al alardear de favoritos y recibir el chasco de la prematura
eliminación. Significativamente, personas tan políticamente dispares
como Soraya Sáenz de Santamaría y Elena Valenciano ponderaron ayer el
discurso del Príncipe de Asturias en términos más elogiosos de lo
puramente protocolario. No es excesivo admitir que, en el debate actual
sobre la Monarquía, la competencia espectacular del Heredero en un foro
internacional difícil y complejo demuestra la profesionalidad del
Sucesor, que es capaz de aplicar con brillantez el resultado de su
refinado aprendizaje.
Tiempo habrá para reflexionar sobre los errores cometidos en la
candidatura, que han sido abundantes, y sobre la conveniencia o no de
persistir en el afán de lograr para Madrid unos Juegos Olímpicos, que en
todo casi deberían plantearse sobre coordenadas completamente distintas
de las que se han ensayado ya tres veces. De momento, es una obligación
de todos digerir este fracaso, cuyos actores tendrán que acarrear
lógicamente una cuota de responsabilidad política y moral. De cualquier
modo, la sensación que se desprende del conjunto de la ceremonia es que
el Príncipe estaba más vinculado intelectualmente a esta generación
joven y bien preparada, ausente en Buenos Aires, que tiene que marcharse
precipitadamente de España para conseguir un trabajo adecuado, que a la
superestructura política mediocre y patosa que le acompañaba y que hoy
está encargada de la administración de este país, una tarea que la
sobrepasa ostensiblemente, para irritación de una mayoría social que ve
angustiada cómo se pierden potencias y oportunidades.
(*) Ingeniero y periodista
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