Mientras los balcones de Catalunya se convertían en una protesta sonora interminable contra Felipe VI por la corrupción que
afecta de lleno a la monarquía española, el rey de España comparecía en
televisión para realizar su primera alocución pública tras la expansión
de la crisis del coronavirus y la no menos importante noticia de que su
padre tenía cuentas en Suiza procedentes, presuntamente, de comisiones
ilegales.
El discurso de Felipe VI destacó, sobre todo, por su atronador silencio respecto a las cuentas offshore
de Juan Carlos I en el extranjero y de cuya fortuna es receptor el
actual monarca y a quien seguiría como heredera su hija primogénita. La
renuncia que ha hecho a la herencia es papel mojado ya que como se ha
dicho varias veces, el Código Civil español prohíbe la renuncia futura.
En estos momentos de profundo dolor para la ciudadanía por la alarma y el temor que siente ante la evolución de la infección por el coronavirus,
el Rey solo ha sabido encontrar palabras huecas. Ni tan siquiera ha
incluido una simple frase con la que marcara, al menos aparentemente,
distancia de su padre. Atónita, la España juancarlista -aquí no hay monárquicos, hay juancarlistas ha sido una de las frases de la transición- el deep state español entre otros, se ve forzado a fabricar un nuevo frame que definía muy bien un reciente editorial del diario El País: no se puede confundir la Monarquía con la persona del rey emérito. ¡Glups! Hay que soltar lastre rápidamente.
Felipe VI escogió para su alocución traje azul, camisa blanca y corbata burdeos.
No lo hizo detrás de una mesa, como el 3-O, sino tras un atril de color
rojo con el escudo de la Casa Real. Si bien hasta ahora, al margen de
los discursos navideños desde la Zarzuela, solo había realizado una
intervención semejante, tras el referéndum catalán, las diferencias son
importantes. No sonó el himno de España como en aquella ocasión, su
actitud fue mucho menos gestual y dramática, aunque ahora los muertos se
amontonan en ciudades y pueblos, no había ninguna foto a su alrededor y
tan solo una planta y una especie de ánfora como escenario.
La magnífica serie The Crown,
estrenada en 2016 y que versa
sobre el reinado de Isabel II, recoge, de manera precisa y entre otros
pasajes ilustrativos sobre el carácter de la soberana británica y su
frialdad emocional, el momento de la gran insensibilidad de la
monarquía inglesa tras la muerte de la princesa Diana. La
lejanía respecto al afecto que le profesaba la población. Las
monarquías se basan en eso: en conectar en todo momento con el pueblo.
Felipe VI ha ido perdiendo aura a medida que a su reinado le iban
cayendo años. Pocos aún, por cierto. Pero suficientes para muchos
ciudadanos.
El 3 de octubre de 2017 perdió Catalunya, como se ha
ido comprobando inexorablemente desde aquella fecha. La bola se ha ido
haciendo poco a poco más grande en el resto del Estado, con una parte
del Gobierno, los miembros de Podemos, cada vez más incómodos.
Este triste 18 de marzo, otro puñado de ciudadanos se han alejado de la
monarquía al esquivar su actual titular en su discurso la corrupción
que se ha instalado durante décadas en la Familia Real. El tiempo, a
veces, lo cura todo. Pero, me temo, este no va a ser el caso.
(*) Periodista y director de El Nacional
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