Se olvida muy intencionadamente que una Monarquía parlamentaria es un
sistema político representativo en el que el Rey ejerce la función de
jefe de Estado bajo control de los poderes Legislativo y Ejecutivo. En
esencia, es un régimen en el que la soberanía nacional recae en la
ciudadanía, que defiende las libertades públicas y civiles y que
entronca con la tradición política de las grandes democracias europeas.
Su destino, como enseña la historia, está unido a la defensa inequívoca
de la Constitución, de la que emana su poder arbitral.
Querer
deslegitimar a la Monarquía como un régimen poco menos que vestigio de
la dictadura demuestra un desconocimiento de nuestra historia, del papel
jugado por la institución en la Transición y la restauración
democrática y, lo que es peor, una manipulación con objetivo de socavar
su prestigio y provocar el ahora anunciado nuevo proceso constituyente,
hoy encabezado bajo el lema «régimen del 78».
A los seis años de que
Felipe VI fuese proclamado Rey en las Cortes Generales, el 19 de junio
de 2014, no hay duda de que su mandato es una garantía de estabilidad en
un momento especialmente convulso en el que se le ha situado en el
centro de los ataques. Mientras su papel es la representación de la
unidad del Estado frente a los otros órganos independientes, ahora la
izquierda populista que ha impuesto su «marco mental» en el Gobierno
quiere aislar la figura del Rey, rebajar su función simbólica,
degradarla y utilizarla como referente del pacto constitucional, que sin
duda lo es.
Pero aún en estas
circunstancias, su mandato está siendo ejemplar bajo el precepto
fundamental de ser el Rey de todos. Por un lado, España se ha debido
enfrentar al mayor ataque a nuestro sistema de convivencia representado
por la Constitución, encabezado por el nacionalismo catalán, que creyó
quebrar nuestro orden legal e imponer de facto la independencia, lo que
hubiera comportado la caída de la Monarquía parlamentaria.
El discurso
que, el 3 de octubre de 2017, pronunció en defensa de la Constitución y
del Estado Derecho cuando la Generalitat encabezó un golpe a nuestra
legalidad, insistió en algo que hoy se subvalora, incluso se deprecia, y
es que «desde hace décadas vivimos en un estado democrático que ofrece
las vías constitucionales para que cualquier persona pueda defender sus
ideas», como si fuera una continuidad del franquismo.
Esa es la
narrativa populista que se abre paso. Así lo hemos oído decir en sede
parlamentaria, pero no por los grupos que dirigieron el proceso
sedicioso o por otros que apoyaron la violencia contra nuestra
democracia. No, lo dicen reiteradamente miembros del actual Gobierno,
como su vicepresidente segundo, portavoces autorizados y altos
dirigentes de Podemos, el socio que sostiene al Ejecutivo de Pedro
Sánchez.
Críticas muchas veces tan grotescas como que el jefe del Estado
vista para los actos castrense con uniforme de capitán general, o lo
que cuesta a los presupuestos generales la Casa Real –por cierto, la más
económica entre las repúblicas y monarquías europeas–, sólo es munición
muy barata –pólvora del rey, pues pueden decirlo en uso de la libertad
que protege la Carta Magna– para orquestar una ceremonia de la confusión
con un solo objetivo que ya marcaron los partidos independentistas en
Cataluña: situar en el objetivo a quien representa la estabilidad y el
orden constitucional.
Tal
y como publicamos en una encuesta de NC Report hoy en nuestras páginas,
la Monarquía sigue siendo una institución central que da estabilidad al
sistema en un momento en el que los otros poderes del Estado sí están
seriamente dañados. Los problemas que tiene España no son causa de su
forma de Gobierno, sino de los representantes del Poder Legislativo y
Ejecutivo, empezando por el presidente Pedro Sánchez. Hay que tenerlo
muy en cuenta para renovar más pronto que tarde un pacto en torno a la
Constitución.
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