LONDRES.- «Qué cabrón»,
exclamó Don Juan al leer la carta de Franco, llena de inquina y rencor,
en la que le informaba de la elección de su hijo Juan Carlos como
sucesor en la Jefatura del Estado.
Lo cuenta el historiador e hispanista
británico Paul Preston (Liverpool 1946),
con su virtuosa capacidad de convertir la reconstrucción de los grandes
momentos de la Historia de España en narraciones íntimas pegadas al
factor humano. En la cocina de su casa al norte de Londres, el director
del centro Cañada Blanch de estudios españoles de la London School of Economics se declara republicano «intelectualmente», pero defensor de la Monarquía en Gran Bretaña y en España por su «papel estabilizador».
Una bandera tricolor y varias tazas de aniversarios de las Brigadas
Internacionales dan cuenta de su corazón republicano. Pero su biografía
sobre Juan Carlos I, «El Rey de un pueblo», publicada en 2003 y actualizada ahora en la editorial Debate, no deja dudas sobre su admiración por el Rey, opina 'Abc'.
—Su
libro muestra una gran empatía con esa infancia y juventud en la
soledad del Rey. ¿Qué siente hacia Juan Carlos I y cómo ha evolucionado
su visión de él?
—Una de las cosas que aprendí escribiendo la biografía de
Franco [1994] fue descubrir que lo que más me gusta es escribir sobre
personas. Pero además, aprendí que la buena biografía es la que transmite al lector la ilusión de haber conocido al personaje y,
para ello, el propio autor debe crearse esa ilusión a sí mismo. Por mis
estudios sobre la Transición ya tenía una visión muy positiva del Rey,
pero lo que cambió profundamente mi punto de vista fue ir dándome
cuenta, a medida que avanzaba en mi investigación, de lo horribles que
habían sido su niñez y su adolescencia por la soledad, la falta de
cariño y el sentimiento de ser un peón en un juego de otros. Yo, a pesar
de las apariencias, también fui niño, tengo hijos, y fui criado, al ser
huérfano, con mucho cariño por mis abuelos, y este contraste juega un
papel.
—¿Cómo fue esa infancia?
—El momento emblemático para mí es aquel viaje horrible que
hace en noviembre de 1948, con diez años, en el Lusitania Express,
cuando entra en España por primera vez solo, rodeado de señores mayores
vestidos de negro que debían de parecerle siniestros.
Ni siquiera tuvieron el gesto de dejar pasar al niño a la locomotora a
conducir los mandos, placer infantil que dejaron que monopolizara el
duque de Zaragoza.
—¿Qué destaca de su juventud?
—Estuvo sometido a un doble lavado de cerebro. Por un lado,
el de la familia, que es comprensible. Don Juan de Borbón piensa,
porque es su deber pensarlo, que la misión más importante es recuperar
el trono. El otro lo realiza Franco, que piensa en garantizar la
continuidad del régimen. Y entre esos dos procesos de lavado está la
tortura psicológica que le hace Franco de si le nombra o no sucesor, lo
que genera inseguridades en el joven príncipe. En los últimos diez o quince años de franquismo, ya le está entrenando para ser sucesor de Franco.
Cuando Franco dijo aquello, en referencia a su sucesión, de «todo está
atado y bien atado», lo que quería decir es que Juan Carlos estaba
atado. Un gran motivo de admiración es cómo el Rey se libra de todo
esto, cómo reconoce que una Monarquía franquista solo podría sobrevivir
vertiendo mucha sangre y opta por una vía democrática.
—¿Desarrolló Franco sentimientos de «abuelo» hacia Juan Carlos o todo era parte de su típico cinismo?
—Con Franco nunca hay un solo motivo para las cosas. Franco
siempre añoró tener un niño y, a medida que le trataba, desarrolló un
auténtico cariño hacia Juan Carlos. Pero trabaja siempre dentro de su
visión franquista de un Rey nombrado a dedo para mantener la continuidad
del régimen. Franco trató a la familia Borbón con una malicia muy pensada,
pero mantuvo siempre una duplicidad porque una de las cosas que le
garantizaba la lealtad de muchos altos oficiales del Ejército era la
promesa de restaurar la Monarquía. Todo su juego con los diferentes
candidatos al trono y su decisión final de nombrar a Juan Carlos y no al
heredero natural, que era Don Juan, eran una manera de decir que estaba
por encima de la Familia Real.
—¿Cuánto de la transición democrática tiene ya en la cabeza Juan Carlos cuando se convierte en Príncipe en 1969, a los 30 años?
—Creo que muy poco. El mérito del Rey es enorme en hacer de
la Transición una transacción entre las fuerzas más moderadas de la
izquierda con las fuerzas más progresistas del régimen. Asegurar que esa
transacción fuera posible sin intervención militar es indudablemente
mérito del Rey. Pero aquel gran montaje teatral que fue la Transición
tuvo tres protagonistas: un empresario, el Rey; un guionista, Torcuato
Fernández-Miranda; y un actor principal, Adolfo Suárez. En el 69, hasta entonces él había pensado que su misión era asegurar la vuelta de su padre al trono,
hasta que asume que la familia está por encima y acepta que será el
heredero. En ese momento, empieza a pensar en cómo va a conservar un
trono que recibe de manos de Franco. En esa reflexión tuvo muchos
«inputs», y entiendo que tuvo contactos con la Familia Real griega, la
británica, con muchos diplomáticos, con su padre y con sus asesores y
tutores, como Torcuato Fernández-Miranda o Carlos Ollero. El mérito del
Rey es absorber todas esas opiniones y tomar la decisión que tomó.
—Forzado por la Historia, llega al trono dentro del franquismo...
—Sí, atraviesa un proceso de incremento de legitimidad: empieza siendo Rey por gracia de Franco,
recupera la legitimidad dinástica de manos de su padre, y luego
adquiere la legitimidad popular en la Transición, lo que le convierte en
un caso único entre los reyes del siglo XXI. Es un hombre que crea su
propia legitimidad. No sé si en su fuero interno era ya un demócrata
convencido o un realista convencido de que tenía que ser demócrata, no
lo puedo decir. Pero me da igual porque tomó la opción que tomó, ser Rey
de todos.
—¿Es
diferente la soledad de un joven Rey con el futuro por delante a la de
un soberano al final de su reinado, con su familia sumida en problemas?
—La vida de Juan Carlos I, como mínimo hasta el 82, fue una
vida de sacrificios y de entrega al servicio de su pueblo. Después del
23-F no empieza el «descanso del guerrero» sino que comienza el terrible oficio de ser Rey. Después de una vida de entrega, ya cansado, debe de haber algún sentimiento del tipo «yo merezco alguna recompensa».
—¿Ve algún paralelismo entre Isabel II y el Rey Juan Carlos?
—Veo diferencias importantes. Isabel II es una persona
bastante fría, muy consciente de la dignidad de su posición, mientras
que Don Juan Carlos es un hombre muy afable. Esto es una ventaja, pero
acarrea también el riesgo de estar abierto a más personas, y a más
tentaciones. Al ser el Príncipe Felipe una persona más fría, carece del
don de gentes de su padre pero creo que lo que a primera vista parece
una desventaja puede ser una ventaja que le sirva para mantener las
distancias, como Isabel II.
—¿Cuál cree que es la mejor forma de Estado en una España que usted define como «país de crispaciones»?
—Intelectualmente, soy republicano. Pragmáticamente, no necesariamente. En Inglaterra tenemos el dicho de «si funciona, no intentes arreglarlo».
La Monarquía británica aporta estabilidad, por lo que hasta que no haya
una crisis es mejor no tocarla. En España, es conocido que tengo
fuertes simpatías hacia la Segunda República porque, en general y a
pesar de sus errores, fue un instrumento de progreso y democracia para
los españoles. Pero pienso lo mismo del papel del Rey Juan Carlos. No
veo contradicción. En un país cuyo sistema político es bastante tóxico
-se notaba menos en épocas de prosperidad pero ahora se nota mucho-, la
Monarquía ofrece una Jefatura de Estado neutral. Es un servicio muy
importante que puede aportar la Monarquía a España. Es algo que ha hecho
muy bien Don Juan Carlos, y que confío que haga el Rey Felipe.
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