
Con su toma de posición a lo "mantenella y no enmendalla", el rey
ayuda a la causa de quienes pretendemos decir adiós a la monarquía, tal y
como hizo malgré soi, tras el <incidente de Bostwana>, puesto que
la famosa secuencia televisiva en el hospital estaba en las antípodas
del arrepentimiento real y de una rectificación seria de rumbo (como lo
ejemplificó la posterior "conversación" con el cortesano Hermida). Está
claro que el rey (y quizá quienes le aconsejan) no ha entendido el
mensaje. No ha caído en la cuenta de la decepción, disgusto y hartazgo
que provoca con una pauta de comportamiento absolutamente alejada de la
realidad. Es más, es así como se demuestra que la institución no sirve,
puesto que desconoce la realidad de sus ciudadanos (sus apelaciones al
insomnio que padece ante el paro juvenil parecen una mala broma, si no
un cruel sarcasmo). Y la subliminal analogía con la <lucecita del
Pardo>, permanentemente encendida por el bien del país, como adulaba
el Señor Hermida, se ha vuelto impropia hasta el ridículo cuando
sabemos el tren de vida alejado de lo que entendemos por trabajo y
quehaceres del común de los mortales.
No. Si el rey
sigue es, seguramente en primer lugar, porque en España hay un enorme
vacío jurídico relativo a la figura de un exmonarca: por ejemplo, ¿qué
sería de su inviolabilidad, incluso de su irresponsabilidad, privilegios
del rey en ejercicio conforme al artículo 56.3 de la Constitución? Y,
además, no abdica porque abriría un futuro incierto acerca de su
patrimonio y modo de vida. Ya no podría mantenerse la confusión entre lo
público y lo privado del rey, ni su amplísima discrecionalidad a la
hora de administrar la partida presupuestaria, que ahora pasaría a ser
competencia de su hijo. Por lo demás, ¿acaso, pese a la enorme fortuna
que se ha labrado partiendo de una relativa pobreza, podría mantener sus
privilegios, su círculo de influencias?
Por eso,
aunque parezca una paradoja, su decisión de seguir ayuda objetivamente a
quienes pretendemos un régimen en el que el status del Jefe del Estado
arranque de la lealtad a la Constitución y al imperio de la ley,
comenzando por la igualdad ante la ley; un Jefe de Estado que sea
jurídica y políticamente responsable y no tenga más inmunidad que
durante el período de ejercicio del cargo, como por ejemplo el
Presidente de la República alemana o incluso el de la Francesa (Chirac
ha sido juzgado y condenado por corrupción). Un Jefe de Estado que sea
consciente de que es un (alto) funcionario que debe responder ante sus
jefes, el soberano, que somos los ciudadanos. Sí, ya sé que podemos
elegir como presidente de la República a alguien que repugne a nuestro
sentido común y al menor criterio estético (pongan el nombre que
quieran, eligiendo entre alguno de los anteriores Presidentes del
gobierno, por ejemplo). Pero cuando caigamos en nuestro error, podremos
exigirle cuentas y mandarlo al baúl de los recuerdos. Es una diferencia
interesante. Todo ello forma parte de una democracia muy diferente, la
que queremos construir, seguramente desde un proceso constituyente.
La monarquía pudo ser una opción aconsejable por la prudencia, en el
momento en que necesitábamos salir del régimen franquista para llegar a
una democracia sin coste de sangre. Pero hoy ya no cumple ninguna
función que la justifique. Antes al contrario, es un lastre para una
sociedad que aspira a la normalidad del imperio de la ley y del Estado
de Derecho, que quiere salir de los círculos de corrupción y
arbitrariedad posibilitados por comportamientos que son posibles gracias
a la existencia de círculos de poder ajenos e inmunes al control, que
por eso han creído en su impunidad. En un contexto de máxima crisis del
sistema, por razones económicas, ideológicas y de poder, el rey ha
demostrado que no sirve para ejercer una función de mediación en el
conflicto territorial, ni puede ser símbolo de unión del Estado porque
ha apostado por una posición partidista, ni es una barrera frente a la
marea de corrupción, ni tiene competencia y capacidad para ofrecer
salidas a la situación de crisis social y económica. Ya ha pasado su
tiempo: ha alcanzado sobradamente la edad de la jubilación y en
realidad, no debe temer por su pensión. Que se vaya a una de sus
propiedades o a Bostwana, donde le plazca.
No. El
problema no es este rey. Es la monarquía. Como supo entender Walter
Bagehot, quizá el mejor estudioso de la monarquía británica, esta
institución no puede sobrevivir cuando pierde su halo sacral, ahí donde
la razón sustituye al sentimiento, es decir, en una ciudadanía
suficientemente ilustrada. Para Bagehot, "la República sólo tiene ideas
dificiles de aprehender en su teoria gubernamental: la monarquía
constitucional tiene, por el contrario, la ventaja de ofrecer una idea
simple, encierra un elemento que puede ser comprendido por la multitud
de los cerebros vulgares..." y por eso, escribe en el Capitulo 3º de su
English Constitution, "en tanto que la raza humana tenga mucho corazón y
poca razón, la monarquía será un gobierno fuerte porque concuerda con
los sentimientos difundidos por todas partes, y la República un gobierno
débil, porque se dirige a la razón".
A la monarquía, como supo avisar el inteligente conservador británico, le sienta mal el aggiornamento,
esto es, la vía de la campechanía, del acercamiento al "pueblo", que la
monarquía siempre entiende en perspectiva paternalista, fiel a los
orígenes teóricos de su justificación propuestos ya por Filmer en su
obra "El Patriarca". Eso, el patriarcado ejemplar de la "primera
familia" (también en el sentido sexista, en el caso de la monarquía
española restaurada por Franco) no sólo ya no es ejemplar, sino que
resulta rancio y, lo que es peor, ha sido desmentido por los hechos: el
comportamiento privado (y la indistinción entre lo privado y público,
siempre en su beneficio) del que hacen gala buena parte de los miembros
de la familia real, comenzando por el rey, no es un modelo para nadie.
Porque a la monarquía le sienta muy mal la transparencia, como explica a
la perfección el cuento del rey desnudo. Cuando los vemos sujetos a las
mismas manías, defectos y arbitrariedades que los demás –"como si
fueran una familia normal", según reza el tópico (hoy diríamos una
"Modern Family", como en la serie de la tele), la pregunta es: ¿por qué
debemos mantenerles de por vida?
Por eso, hoy, la
verdadera decisión ya no es elegir entre monarquía o república, sino
elegir el procedimiento para librarnos de una institución que no nos
sirve. Como han escrito Pisarello y Ausens, asistimos a un "proceso
destituyente de la restauración borbónica". Y para eso ya no nos hace
falta un "delenda est monarchia" escrito por el Ortega de turno. Nos
basta y sobra con la cada vez mayor toma de conciencia de que ese resto
del pasado, que ha conseguido sobrevivir bajo lo que muchos consideramos
un oximoron, el de "monarquía constitucional", es sólo eso: un vestigio
destinado al museo. El cómo y el cuándo es lo que nos queda por
decidir.
(*) Catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política de la Universidad de Valencia
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