Si viviéramos en épocas de monarquías absolutas, al imputado Torres, a
una docena al menos de periodistas y probablemente al juez Castro les
cortarían la cabeza. Si viviéramos en épocas de monarquías más
templadas, como las habidas en España antes de la actual, el asunto
Urdangarin se taparía y el silencio y el olvido serían la sentencia.
En
la presente monarquía parlamentaria, de poderes ejecutivos sumamente
recortados, el asunto debería, deberá, causar la renuncia inevitable del
rey Juan Carlos de Borbón. Por mal que funcione le democracia, por
mucho que la despreciemos, no cabe otra salida. No existe fuerza
suficiente que lo impida. Ni el poder judicial dejará de actuar con
corrección legal, ni aceptará imposiciones superiores. El malestar de la
sociedad será unánime, y el Parlamento se tendrá que avenir, sin que
por ello sea necesario ni cambiar de régimen ni violentar la
Constitución.
El Rey debe dar ejemplo y marcharse, abriendo camino al
desarrollo limpio de toda actividad política. La dignidad de los
españoles lo exige. La esperanza de que al fin vivamos en un país
habitable. Es, sería, será, el principio del fin del espanto que somos.
El Rey no puede enrocarse: ya no tiene peones que lo defiendan.
Porque ¿qué es la Casa del Rey?, ¿son todos sus miembros, excepto el titular y su Familia?, ¿no existe culpa alguna in eligendo e in vigilando
ante actuaciones irregulares o delictivas de un integrante de la
Familia?, ¿o un yerno no lo es?, ¿o de dos si imputan a una hija?,
¿basta con desahuciar al aparato burocrático?, ¿quedan a salvo el
crédito y el prestigio de la Familia?, ¿qué piensan de ello los
españoles?, ¿puede continuar la Corona en tales manos con tamaño rechazo
y sospechas?, ¿no queda tocada de muerte la Institución?, ¿no
permanecerá viciada la sucesión en herida abierta ya para siempre?,
¿queda afectada España?, ¿queda afectada la democracia?, ¿puede un rey
causar en impunidad tanto malestar a un pueblo?
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