En las postrimerías del régimen franquista, la pregunta estrella del
examen final de Formación Política en el colegio en el que estudiaba
-los jesuitas- fue la siguiente: ¿la sucesión a Franco en la Jefatura
del Estado por el Príncipe de España, a título de Rey, debe calificarse
de instauración, de restauración o de reinstauración de la monarquía?
Dado el énfasis con que el profesor había defendido la última opción, si
uno aspiraba al sobresaliente, la respuesta era obvia.
D. Juan Carlos recogería el testigo de su abuelo Alfonso XXIII y su
reinado estaría inspirado en los principios del Movimiento Nacional del
18 de julio. Con dicha finalidad, al menos la del dictador, Franco pactó
con D. Juan de Borbón que el príncipe se educara y viviera en España.
El actual rey formó parte desde entonces del paisaje de la España
franquista, enraizándose su figura en la memoria de varias generaciones
de españoles. Cuando Franco auguró en su testamento político que todo
quedaba “atado y bien atado”, lo único que en realidad obedeció después a
tal diagnóstico fue su sucesión por el príncipe. Todo lo demás se fue
al traste por voluntad del pueblo español. A lo que el rey contribuyó de
manera notable. Me cuesta creer que Franco no previera que su régimen
había de hacer aguas tras su fallecimiento, pero todo es posible.
La sociedad española, que contaba ya entonces con una amplia clase
media, había cambiado mucho, y sin quitarle méritos a cuantos actores
contribuyeron al desarrollo de la transición, fue sobre todo a dicha
sociedad en su conjunto a la que se debió el éxito de la misma. Por
historia, por cultura, por derecho, nos correspondía estar al lado de
las naciones de la Europa libre.
Se celebraron elecciones y se redactó la Constitución de 1978, que en
su artículo 1.3 dispone que “la forma política del Estado español es la
Monarquía parlamentaría”. Esto supuso el aval democrático del Rey D.
Juan Carlos. Pero he aquí que desde hace unos meses, y con especial
virulencia las últimas semanas, la institución monárquica está siendo
seriamente cuestionada. El caso Urdangarín y sus secuelas, en el
contexto de la crisis económica, está proveyendo de argumentos extras a
los detractores de la monarquía. Por ello, a medio plazo, cualquier cosa
es posible, incluso la de un cambio en la forma política del Estado,
previa la reforma constitucional.
En España no hay tradición monárquica. Y mejor así, porque lo que
viene del pasado, en general, no es nada presentable. ”Así son los hijos
de España -canta Lord Byron en “Las peregrinaciones de Childe Harold”-
qué destino tan raro. Combaten por la independencia ellos que nunca
fueron libres. Un pueblo privado de su rey defiende una monarquía sin
vigor: y, cuando los señores huyen, mueren los vasallos fieles a los
cobardes y a los traidores, idolatrando una patria a la que no le deben
la existencia; el orgullo les indica el camino que conduce a la
libertad”.
Por ello, enlazando con lo expuesto al principio, si hoy me
preguntaran lo mismo, calificaría la monarquía de Juan Carlos como de
instauración monárquica, sin tener en cuenta quién lo puso en un inicio
ni la legitimidad dinástica que le amparaba. Aquí y ahora solo cuenta lo
que en su momento dijo el pueblo soberano y lo que en adelante pueda
decidir, pues del mismo emanan, como proclama el artículo 1.3 de la
Constitución, los poderes del Estado. D. Juan Carlos es el principio de
una monarquía de nuevo cuño, que debe evolucionar y amoldarse a los
tiempos actuales. Creo que lo está intentando. Y no lo olvidemos, en la
balanza de aciertos y desaciertos de D. Juan Carlos, pesan más los
primeros que los segundos, por mucho que ahora pretendan los radicales
de uno y otro signo cebarse con su figura magnificando algunos de sus
recientes errores. Dicho sea esto sin perjuicio del derecho a la crítica
y a la irrenunciable libertad de opinión.
Lo que debemos plantearnos es si la figura del rey ha sido
beneficiosa para nuestra nación durante estos años de democracia, si ha
cumplido bien con sus funciones de moderador, árbitro y primer embajador
de España. Y en caso de que la respuesta sea positiva, cuáles son las
medidas que han de adoptarse para acomodar la institución monárquica a
los tiempos actuales. Si para España es bueno que siga D. Juan Carlos y
que en su momento le suceda el Príncipe de Asturias, ahí estaremos
muchos. Pero sea lo que sea lo que decidamos todos los españoles, no
permitamos que ganen la partida quienes, tras sus ataques al rey, lo que
en realidad persiguen es la eliminación de cualquier obstáculo que les
impida poner en práctica sus escoradas posiciones ideológicas. Si es que
algo hay. O disimular la frustración –legítima a veces- que les lleva a
odiar a la sociedad, lo que ya no es tan legítimo.
En cualquier caso, seamos tolerantes y obremos con prudencia.
(*) Secretario judicial, director del Servicio Común de Alicante
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