martes, 26 de marzo de 2013

La instauración monárquica / Pedro Luis Sánchez Gil *

En las postrimerías del régimen franquista, la pregunta estrella del examen final de Formación Política en el colegio en el que estudiaba -los jesuitas- fue la siguiente: ¿la sucesión a Franco en la Jefatura del Estado por el Príncipe de España, a título de Rey, debe calificarse de instauración, de restauración o de reinstauración de la monarquía? Dado el énfasis con que el profesor había defendido la última opción, si uno aspiraba al sobresaliente, la respuesta era obvia.
 
D. Juan Carlos recogería el testigo de su abuelo Alfonso XXIII y su reinado estaría inspirado en los principios del Movimiento Nacional del 18 de julio. Con dicha finalidad, al menos la del dictador, Franco pactó con D. Juan de Borbón que el príncipe se educara y viviera en España. El actual rey formó parte desde entonces del paisaje de la España franquista, enraizándose su figura en la memoria de varias generaciones de españoles. Cuando Franco auguró en su testamento político que todo quedaba “atado y bien atado”, lo único que en realidad obedeció después a tal diagnóstico fue su sucesión por el príncipe. Todo lo demás se fue al traste por voluntad del pueblo español. A lo que el rey contribuyó de manera notable. Me cuesta creer que Franco no previera que su régimen había de hacer aguas tras su fallecimiento, pero todo es posible.

La sociedad española, que contaba ya entonces con una amplia clase media, había cambiado mucho, y sin quitarle méritos a cuantos actores contribuyeron al desarrollo de la transición, fue sobre todo a dicha sociedad en su conjunto a la que se debió el éxito de la misma. Por historia, por cultura, por derecho, nos correspondía estar al lado de las naciones de la Europa libre.

Se celebraron elecciones y se redactó la Constitución de 1978, que en su artículo 1.3 dispone que “la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaría”. Esto supuso el aval democrático del Rey D. Juan Carlos. Pero he aquí que desde hace unos meses, y con especial virulencia las últimas semanas, la institución monárquica está siendo seriamente cuestionada. El caso Urdangarín y sus secuelas, en el contexto de la crisis económica, está proveyendo de argumentos extras a los detractores de la monarquía. Por ello, a medio plazo, cualquier cosa es posible, incluso la de un cambio en la forma política del Estado, previa la reforma constitucional.

En España no hay tradición monárquica. Y mejor así, porque lo que viene del pasado, en general, no es nada presentable. ”Así son los hijos de España -canta Lord Byron en “Las peregrinaciones de Childe Harold”- qué destino tan raro. Combaten por la independencia ellos que nunca fueron libres. Un pueblo privado de su rey defiende una monarquía sin vigor: y, cuando los señores huyen, mueren los vasallos fieles a los cobardes y a los traidores, idolatrando una patria a la que no le deben la existencia; el orgullo les indica el camino que conduce a la libertad”.

Por ello, enlazando con lo expuesto al principio, si hoy me preguntaran lo mismo, calificaría la monarquía de Juan Carlos como de instauración monárquica, sin tener en cuenta quién lo puso en un inicio ni la legitimidad dinástica que le amparaba. Aquí y ahora solo cuenta lo que en su momento dijo el pueblo soberano y lo que en adelante pueda decidir, pues del mismo emanan, como proclama el artículo 1.3 de la Constitución, los poderes del Estado. D. Juan Carlos es el principio de una monarquía de nuevo cuño, que debe evolucionar y amoldarse a los tiempos actuales. Creo que lo está intentando. Y no lo olvidemos, en la balanza de aciertos y desaciertos de D. Juan Carlos, pesan más los primeros que los segundos, por mucho que ahora pretendan los radicales de uno y otro signo cebarse con su figura magnificando algunos de sus recientes errores. Dicho sea esto sin perjuicio del derecho a la crítica y a la irrenunciable libertad de opinión.

Lo que debemos plantearnos es si la figura del rey ha sido beneficiosa para nuestra nación durante estos años de democracia, si ha cumplido bien con sus funciones de moderador, árbitro y primer embajador de España. Y en caso de que la respuesta sea positiva, cuáles son las medidas que han de adoptarse para acomodar la institución monárquica a los tiempos actuales. Si para España es bueno que siga D. Juan Carlos y que en su momento le suceda el Príncipe de Asturias, ahí estaremos muchos. Pero sea lo que sea lo que decidamos todos los españoles, no permitamos que ganen la partida quienes, tras sus ataques al rey, lo que en realidad persiguen es la eliminación de cualquier obstáculo que les impida poner en práctica sus escoradas posiciones ideológicas. Si es que algo hay. O disimular la frustración –legítima a veces- que les lleva a odiar a la sociedad, lo que ya no es tan legítimo.
En cualquier caso, seamos tolerantes y obremos con prudencia.

 (*) Secretario judicial, director del Servicio Común de Alicante

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