Abdicación y coronación por propia voluntad. La
continuidad dinástica asegurada de forma leal en tiempo real y con los
personajes que la deciden conscientes, vivos y atentos a las razones que
los motivan y a las causas que estas producen. Es la monarquía holandesa, que asegura su futuro instalándose en él.
No hay institución más veterana, excepción hecha de la Iglesia Católica,
en la Europa occidental que la monarquía sanguínea. Por
ello, probablemente, aprenden y se adaptan con velocidad a las evidencias
de cada tiempo.
Aquí
parece que siempre es más difícil lo que debería ser evidentemente
sencillo. Los monárquicos más conspicuos se esmeran en
atribuir normalidad a la situación actual de nuestra Casa Real, pero es
una quimera, un intento vano. La Casa Real está afectada de una
especie de aluminosis que corroe sus estructuras más importantes, dejando
el edificio de la Corona al descubierto, de tal forma que cualquiera pude ver lo que los exégetas del rey se empeñan en negar.
La
caída del Rey en Botsuana, la estúpida apología de su fortaleza, el
ridículo número de su hospitalización, son hechos visibles de que ‘la
primera familia’, según el argot norteamericano, padece los rigores de
un agotamiento que se reproduce, cuando no se ceba, en la institución.
Pero
con todo, obviando el decepcionante matrimonio de la hija mayor, lo más
grave no es que el marido de la segunda sea un presunto delincuente y un
evidente golfo, sino que se vaya descubriendo la gelatina pegajosa en la
que se asentaba el tiempo disponible de todos y cada uno de
ellos, haciendo golferías, banalidades, aprovechándose de sus cargos,
convertidos en una suerte de oportunistas y desvergonzados que se
jactaban – el duque empalmado – de su posición por encima de la vida y
el destino de los españoles.
Si se llega a demostrar que el Rey recibía a dignatarios o personajes en función de las comisiones cobradas por su yerno, la abdicación real no sólo será un bien caritativo con su propia trayectoria, sino una demanda objetiva de un país que no está, bajo ningún criterio, al servicio de esta feria de vanidades
que rodea a La Zarzuela y a sus ambiciosos personajes.Todos ellos, por
cierto, en línea de sucesión para ocupar la jefatura del Estado.
Ser monárquico, hoy, implica algo más que gritar viva el Rey.
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