La única manera que parecen tener los reyes para evitar problemas es aferrarse a la irrelevancia o al absolutismo. La monarquía es una institución reñida con la modernidad. De todas las monarquías contemporáneas, sólo la española ha sabido ser útil, moderna, popular y democrática, pero al mismo tiempo, ningún otro rey del mundo ha caído tan bajo desde tan alto y en tan poco tiempo como Juan Carlos I.
Es tan pertinente preguntarse si Felipe VI será el último de los Borbones como si la casa de los Windsor sobrevivirá a la muerte de Isabel II. Ninguno de los dos lo tiene fácil. Su utilidad, aún como símbolo del Estado, no está clara en unas sociedades abocadas al consumo y el secularismo, donde los rituales se desacralizan.
¿Puede haber reyes sin prensa popular? ¿Existirían sin los reportajes en los tabloides y el papel cuché, sin las entrevistas a tumba abierta en horario de máxima audiencia, como la que esta semana ha conmocionado al Reino Unido? Los duques de Sussex han denunciando racismo y crueldad en la familia real por la raza de su hijo y los instintos suicidas de la duquesa. Los tabloides se han lanzado contra la pareja.
El primer ministro se ha visto forzado a no comentar la noticia. Su silencio protege a una institución sin respuestas. No puede responder de sus actos ni mostrar el camino hacia el mañana. La desigualdad, la precariedad, la inseguridad, el populismo y la crisis climática parecen fuera de su alcance.
Por eso, cuando un estado moderno y democrático sopesa la salud de sus símbolos para calcular las opciones que tiene de sobrevivir al cambio de era demuestra una gran debilidad. Después del 11-S, por ejemplo, Estados Unidos se entregó a Dios y la bandera con un entusiasmo sin precedentes en la historia contemporánea. Este patriotismo religioso, de claros tintes monárquicos, no ha frenado, sin embargo, la decadencia de su poder y su influencia en el mundo. A Francia, que tiene una república de clara inspiración monárquica, le pasa lo mismo.
La reina Isabel no puede evitar el desastre del Brexit. Apostó por él y ahora, a pesar de toda su experiencia y carisma, nada ha podido hacer para impedir que un millón de británicos hayan abandonado el Reino Unido durante la pandemia o que las exportaciones a la UE hayan caído en picado. La mayoría de sus súbditos, de sus admiradores en la Commonwealth y todo el mundo, fans que aplauden sus 69 años en el trono, ya no pueden distinguir al personaje real del ficticio. Han consumido la entrevista de Markle y Harry con Oprah como si vieran The Crown en formato telerealidad, y si la aplauden es porque se divierten y ven satisfecha su adicción nacionalista.
Las monarquías acostumbran a ser nacionalistas porque representan la pervivencia del Estado, su fantasía ancestral. Los populismos xenófobos, por ejemplo, han conquistado cotas inéditas de poder bajo las coronas nórdicas. La derecha española ha intentado apropiarse de Felipe VI, defensor de la nación ante el ataque soberanista catalán, intervención que sacrificó su papel de árbitro y mediador.
Las soluciones que imponen los nacionalismos a los retos del presente no funcionan. No funciona el Brexit, no funciona el procés y no funcionan las monarquías, obligadas a reproducirse como familias siendo, sin embargo, estados. No es natural, no es normal y frente a esta anormalidad, en la era de la exposición sin límites, no hay más salida que el silencio o el postureo, el misterio de la tradición para esconder la frivolidad, patología que los royals sufren más que los plebeyos. Hay ejemplos de sobras en Tailandia y Bélgica, en las monarquías árabes y africanas.
Y aún así, a pesar de que corren contra el tiempo, los reyes y las reinas tienen una función esencial, especialmente en las monarquías constitucionales y las democracias dominadas por la irresponsabilidad política, como es el caso de España y el Reino Unido. Felipe VI es la Constitución de 1978 del mismo modo que Isabel II es la Carta Magna de 1215 y todos los compromisos parlamentarios que se han aprobado desde entonces. Por encima de nosotros no hay nada más grande que las leyes y la corona es una ley.
Es difícil entender que un rey representa la democracia, cuando no ha sido elegido y sus acciones son inviolables. No responde de sus actos y está por encima del pueblo. Pero, aún así, el rey es la ley y las leyes se pueden cambiar. Aquí está su anclaje democrático, su sometimiento a la voluntad popular, su gran utilidad. En una democracia, no hay rey que el pueblo no quiera.
Querer a un rey, sin embargo, no es nada fácil. Protegido como está por el protocolo y la tradición, es decir por un arte y una arquitectura que proyectan un pasado que no convendría celebrar demasiado, no tiene margen para cosechar likes en las redes sociales, ecosistema indomable donde solo triunfa el exhibicionismo más extremo. Si no es fácil querer a un monarca que es persona, mucho más difícil querer a uno que es ley. Podemos y debemos respetar la ley, pero ¿quererla? Podemos querer a Martin Luther King y a Queen Latifah, pero ¿a un rey y una reina de verdad? Demasiado abstracto.
España y el Reino Unido afrontan crisis económicas, territoriales y sociales de una gran magnitud, crisis que también son de identidad y que darán paso a países muy diferentes. Recurrir a Lampedusa no solucionará nada. Todo está cambiando y esta vez nada garantiza que el viejo orden perseverará. Ni España ni el Reino Unido ni el resto de monarquías europeas, y tampoco Japón, tienen todavía la autoconfianza suficiente para vivir sin corona. Los reyes, sin embargo, ya han muerto. Solo Isabel II y Felipe VI sobreviven. Son los más útiles y trascendentales, pero también ellos han entrado en la niebla de las tragedias shakesperianas.
(*) Periodista
https://www.lavanguardia.com/internacional/20210313/6374294/quiere-rey-reina.amp.html
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