
La culpa fue de un elefante. Concretamente de la foto de un elefante
muerto. Esa imagen levantó la liebre, hizo que el pueblo perdiera el
respeto a su majestad, y desencadenó una crisis monárquica irreversible
que vive estos días su penúltimo capítulo, la enésima cuenta de un
rosario de penurias. Una cacería en Botsuana que
entonces nos pareció un escándalo y que ahora, tras las aventuras de
Urdangarín, las amistades con Corinna, las comisiones por servicios
prestados y los 375 millones de pesetas en una cuenta suiza, se ha
quedado en mera extravagancia cinegética.
Tras leer la informacion publicada por El Mundo,
Izquierda Unida reclama al ministro Montoro que aclare si el rey
declaró o no a Hacienda la herencia suiza de Don Juan. ¿Habrá cumplido
su majestad sus obligaciones tributarias? No olvidemos que apartó al
bueno de Urdangarín porque su conducta resultó “no ejemplar”. Quizá
nunca lo sepamos, como sucede con demasiadas cosas en esta democracia de
chichi nabo que tenemos. Puede que ya ni siquiera tenga importancia…
“Lo siento mucho; me he equivocado y no volverá a suceder”, dijo el rey bajando la mirada como la bajaba Jaimito
cuando su madre le pillaba sisando las vueltas del pan. Sabía que el
momento estaba cerca, que el final era inevitable, que ya solo podía
salvar los muebles. Quizá su hijo acierte a recoger las migajas. La
reflexión de José Ortega Y Gasset sobre la república,
aquello de que solo había de salvarla “pensar en grande, sacudirse de lo
pequeño y proyectar hacia lo porvenir”, suena cercana, creible y hasta
posible.
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