He visto un par de veces, con humillado regocijo, el diálogo televisado
que, en vísperas de su septuagésimo quinto cumpleaños, mantuvo el Rey con Jesús Hermida.
De veintidós minutos en total, Hermida hablaría un cuarto de hora, así
que el Rey tuvo siete minutos largos para resumir una vida que sólo nos
interesa por su reinado -38 años, uno más que Franco como Jefe del
Estado- y un reinado que se apaga entre las sombras de una vida poco ejemplar.
"Lo mejor y lo peor de los españoles es la pasión", dijo el Rey.
Pero
no es lo mismo la pasión de Isabel La Católica o de Teresa de Jesús que
la de Juana la Loca o Fernando VII. Creímos vislumbrar una forma sutil
de volver a pedir perdón por lo de Botswana, sin citarlo Hermida. Pero
sería calumniar al presunto entrevistador atribuirle la menor intención
de preguntar –que a veces sí es ofender- al presunto entrevistado. De
ser la entrevista no real sino de verdad, la única pregunta obligada era
ésa: ¿Por qué pidió perdón al salir de la clínica tras el accidente de Botswana?
Pero como no se hizo, nada se preguntó; y como nada se preguntó, nada
se contestó; y como nada se contestó, nada quedó resuelto; y como nada
se resolvió, todo quedó como antes, sólo que un poco más ajado y
maltrecho.
Sucede que, hasta sin querer, se escapa la verdad. Y eso pasó cuando el
luengo entrevistador preguntó al breve entrevistado si se sentía
"satisfecho" por lo conseguido, logrado, obtenido en todos estos años. Y
va el Rey y dice: "satisfecho, no; yo diría afortunado". Mayor
precisión y sinceridad no caben y yo estoy de acuerdo con el Rey: puede sentirse afortunado en todos los sentidos del término.
Ha
tenido fortuna, o sea, suerte, a lo largo de su vida. Y ha hecho
fortuna, o sea, dinero, cumpliendo con su obligación, que es la de
representar a España, y atendiendo a su devoción, que es su persona, por
delante de Nación, Estado y Dinastía. Por eso es posible que Juan Carlos I sea el primer y último rey de la monarquía re-instaurada
por Franco. Que la fortuna y su fortuna acarreen el infortunio del
sucesor, que sea hijo de un rey que no lo fue y padre de otro que no
llegue a reinar.
Después de 38 años como Jefe del Estado, el Rey reconoce que falla nada
menos que "la vertebración del Estado". Es decir, que tras casi cuatro
décadas éste se descompone, o, como hubiera dicho el clásico, "se
corrompe".
Si el Rey no es capaz de garantizar la vertebración o continuidad del Estado, ha fracasado
en su obligación primera. Si además no se atreve siquiera a nombrar a
aquellos que están hundiendo el primer Estado nacional europeo, que es
España, resulta evidente que no está dispuesto a combatirlos, ni a
llamar a la Nación a defender su Estado ni a ponerse al frente del
Estado, según su cargo, para defender los derechos de los españoles.
Sólo la degradación de casi toda la Prensa permite
presentar como crítica al separatismo catalán lo que podría ser
perfectamente su defensa. Al citar "las intransigencias que llevan a
maximalismos y políticas rupturistas que no nos convienen nada", ¿se
refiere al Gobierno de Rajoy y Wert o al desafío separatista de Artur
Mas? A lo que sea, con tal de no hablar de lo que pasa.
Y eso, exactamente eso, justamente eso, precisamente eso –como rediría
Hermida- es lo que pasa y nos pasa en estos amenes del reinado de Juan
Carlos I "El Afortunado". Si el Rey no se atreve a nombrar a lo que rompe el Estado, humilla a la Nación y desafía a las Leyes, ¿cómo va a permitir el patrón del "Fortuna" que le pregunten por Urdangarín, Corina o Botswana?
Con humillado regocijo, decía al principio, he visto y revisto la
entrevista del agraciado al Afortunado. Regocijo me queda poco.
Humillación, toda.
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