Una vez demostrado que estamos ante el final de una época, donde todas las instituciones del Estado
están absolutamente desprestigiadas -literalmente en descomposición- se
impone hablar incluso de la forma del mismo. Sin duda es el más tema
espinoso, porque la figura del Monarca levanta pasiones, adhesiones
inquebrantables y odios ancestrales. Pero, hay que reconocerlo, también
está en entredicho, por decirlo suavemente.
Es evidente que durante muchos años, hasta hace bien poco, el tema S.M.,
simplemente, no era un tema. Es decir, no se hablaba de ello, salvo en
círculos privados y muy cerrados. Con honrosas excepciones, todo hay que
decirlo, como por ejemplo los libros de Jesús Cacho (El Negocio de la Libertad) ó García Abad (La Soledad del Rey), era tabú hablar de los asuntos de la Casa Real, sus desavenencias, sus supuestos negocios, su vida "privada".
Todo ha cambiado. En primer lugar, sin duda, por el escandalazo Urdangarín que, desgraciadamente, no ha hecho más que empezar. Pero también, por las propias actitudes y comportamientos del Rey
y del resto de la familia. No es objeto de este artículo hacer un
repaso de lo que está constantemente en los medios, pero se podría
resumir en que cuando uno mismo pierde el respeto a lo que es y a lo que
representa, se está empezando a cavar su propia tumba.
Hechos y cotilleos al margen, que ya es dejar al margen, lo que no cabe duda es que, en los momentos críticos que vive España en todos los órdenes, sería más conveniente que nunca la figura impoluta de un Jefe de Estado
que pudiera encauzar el gran cambio que necesita el país, que pudiera
dirigirse a su nación para dar algo de confianza y esperanza, que
significase un punto de unión casi incuestionable entre los españoles,
que nos representase en el exterior como nos merecemos. Alguien por
encima de los partidos políticos que, no es que estén cuestionados, es
que están abrasados en la hoguera de la corrupción. Un dato: hace sólo 1
año, el PP-PSOE sumaron juntos el 80% del voto. Las
encuestas no les dan más del 50% a día de hoy. Por no hablar de las
tribus independentistas. ¿No sería algo tranquilizador contar con una
figura abrumadoramente respaldada que pudiera poner algo de orden entre
tanta insensatez y encauzar la segunda transición?
Es generalmente reconocido que el Rey, con algunos fieles colaboradores entre los que hay que destacar a D. Torcuato Fernández-Miranda
(increíblemente olvidado en el programita promocional de TVE de hace 15
días), fue capaz de diseñar la transición y, sobre todo, que las
izquierdas y derechas pudiéramos vivir mal que bien en un sistema
democrático. De ahí que, muchos republicanos, se declarasen
determinadamente Juancarlistas. Pero eso se ha acabado y
el país camina rápidamente hacia la descomposición en 6 ó 7 partidos
que lo harán aún más ingobernable y con Don Juan Carlos hecho polvo, en casi todos los sentidos.
Llegados a este punto, la alternativa republicana se pondrá más
pronto que tarde sobre la mesa, con las dos terribles experiencias
históricas en la memoria. Y, entonces, deberíamos hacernos la pregunta
¿un Presidente de la República? ¿Quién? Una vez más se votaría a un representante de cada partido, con el consiguiente desaguisado final.
No, por favor. La respuesta está en la propia Monarquía. La semana pasada el Príncipe Felipe causó una magnífica impresión en el Spain Investors Day celebrado en Madrid.
A empresarios, inversores y a todo el que se acercó por allí. No me
cabe duda que, fuera de nuestras fronteras, también haría un gran papel
como nuestro primer embajador (más que intermediario, a poder ser). Es
la carta que hay que jugar. Y cuanto antes, mejor. La polémica está
servida.
(*) Consultor
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