¿Para qué necesita ahora la tele culebrones de historias
inverosímiles si ya tiene uno doblemente real -de realidad y de realeza-
con Corinna, la amiga “entrañable” del rey?
El relato reúne
todos los ingredientes de los folletines de sobremesa: amores secretos,
traiciones, ambiciones, escándalos, lujo, intrigas y un final trágico en
ciernes. Algunas cadenas han olfateado la presa y se han lanzado sobre
ella para servírsela al público, ávido del espectáculo decadente de la
aristocracia. Por eso, Sálvame, el perfecto foro parlamentario de
España, lleva dos semanas hablando de la ex princesa alemana con el
mismo tono con que tratan las andanzas de la rústica Campanario o el
zángano Falete.
La interpretación mostrenca de los tertulianos es que la señora
Wittgenstein (¡pobre Ludwig, tu venerable apellido arrastrado por el
fango de la frivolidad!) pretende con sus apariciones mediáticas desviar
la atención sobre el rey y servir de cortina de humo para preservar a
su egregio enamorado. ¡Qué sutil perspicacia!
En efecto, no hay duda de que alguna poderosa agencia de imagen ha contratado para Corinna tres calculadas entrevistas:
en El Mundo, para una dimensión política; en ¡Hola!, para una versión
glamurosa, y en Paris Match, para consumo internacional. Pero el
objetivo no es proteger al jefe del Estado, sino a sí misma. Ella existe
para la opinión pública en virtud de sus presuntos pecados con Juan
Carlos I, de manera que su protagonismo en los medios provoca
inevitables referencias al rey y el yernísimo.
La Zarzuela hubiera preferido a una Corinna furtiva y discreta, como todas las amantes anteriores.
Lenguaraces y soeces, los cotillas rosas despedazan a Corinna, pero
hablan con temor reverencial del soberano. No entienden que la mayoría
social ya ha perdido ese servil respeto. Los halagos al Borbón suenan
como cañonazos contra su castillo.
No conozco peor enemigo de la
monarquía que Jaime Peñafiel en su papel de cortesano defendiendo el
buen nombre del rey: al viejo bufón palaciego ya nadie le ríe las
gracias.
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