sábado, 9 de marzo de 2013

Corinna de humo: pánico en La Zarzuela / José Ramón Blázquez

¿Para qué necesita ahora la tele culebrones de historias inverosímiles si ya tiene uno doblemente real -de realidad y de realeza- con Corinna, la amiga “entrañable” del rey? 

 El relato reúne todos los ingredientes de los folletines de sobremesa: amores secretos, traiciones, ambiciones, escándalos, lujo, intrigas y un final trágico en ciernes. Algunas cadenas han olfateado la presa y se han lanzado sobre ella para servírsela al público, ávido del espectáculo decadente de la aristocracia. Por eso, Sálvame, el perfecto foro parlamentario de España, lleva dos semanas hablando de la ex princesa alemana con el mismo tono con que tratan las andanzas de la rústica Campanario o el zángano Falete.

La interpretación mostrenca de los tertulianos es que la señora Wittgenstein (¡pobre Ludwig, tu venerable apellido arrastrado por el fango de la frivolidad!) pretende con sus apariciones mediáticas desviar la atención sobre el rey y servir de cortina de humo para preservar a su egregio enamorado. ¡Qué sutil perspicacia!  

En efecto, no hay duda de que alguna poderosa agencia de imagen ha contratado para Corinna tres calculadas entrevistas: en El Mundo, para una dimensión política; en ¡Hola!, para una versión glamurosa, y en Paris Match, para consumo internacional. Pero el objetivo no es proteger al jefe del Estado, sino a sí misma. Ella existe para la opinión pública en virtud de sus presuntos pecados con Juan Carlos I, de manera que su protagonismo en los medios provoca inevitables referencias al rey y el yernísimo.  

La Zarzuela hubiera preferido a una Corinna furtiva y discreta, como todas las amantes anteriores.

Lenguaraces y soeces, los cotillas rosas despedazan a Corinna, pero hablan con temor reverencial del soberano. No entienden que la mayoría social ya ha perdido ese servil respeto. Los halagos al Borbón suenan como cañonazos contra su castillo. 

No conozco peor enemigo de la monarquía que Jaime Peñafiel en su papel de cortesano defendiendo el buen nombre del rey: al viejo bufón palaciego ya nadie le ríe las gracias.

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