Hubo un tiempo no tan lejano, como el que suele dar comienzo a los
cuentos de bellas princesas que se casan con ricos príncipes herederos y
fueron felices y comieron perdices, en el que la Familia Real española
contaba con la simpatía, el agrado, la complicidad y hasta el apoyo de
la sociedad, incluso de aquellos que ideológicamente no se consideraban
monárquicos pero sí que se definían como juancarlistas. Hubo un tiempo, en efecto, en
el que la Familia Real contaba con la inmunidad de ser
extraordinariamente popular y parecía que eso la alejaba de cualquier
vaivén de la opinión pública y, por supuesto, de los dimes y diretes
que habitualmente afectan a la clase política; la mantenía ajena a toda
sospecha o crítica.
A eso también contribuimos durante todo ese tiempo los medios de comunicación, que asumimos como inevitable la opacidad en la información relativa a la Familia Real y, por supuesto, la clase política, que no solo lo permitió sino que, además, actuó de salvaguarda de la integridad del Rey y su familia frenando en seco cualquier intento de abrir la institución a la trasparencia.
Era como si la simple duda sobre el más inocente de los comportamientos
de cualquier miembro de la familia pudiera poner patas arriba el
sistema o destruir los cimientos del mismo. En este país se podía
gritar, criticar, insultar y, por supuesto, detener y enjuiciar a
cualquier miembro de la clase política, pero el Rey y los suyos estaban a
salvo de cualquier episodio de ira ciudadana y, como no, su estatus les
garantizaba una impunidad aparentemente inviolable.
Pero de un tiempo a esta parte algo ha cambiado, puede que sea
todavía el embrión de algo más grande o simplemente una anécdota que
olvidaremos con el tiempo, pero el caso es que las cosas ya no son
igual. Prueba de ello es que, allá donde acude cualquier miembro de la
Familia Real, donde antes había simpatía ciudadana y muestras a veces
incluso exageradas de cariño, hoy lo que se encuentran son pitos y abucheos, muestras de desafecto e incluso episodios de ira contenida: se han convertido en el blanco,
en la diana del desencanto ciudadano en una situación de crisis que
acumula ya muchos meses de dramatismo social de una ciudadanía que
contempla, sorprendida, como los ricos y los poderosos siguen viviendo
con todos los lujos a su alcance mientras gentes acorraladas por
situaciones insostenibles se acaban tirando por la ventana el día en el
que los agentes judiciales van a comunicarles su desahucio.
La pérdida de la vivienda es, probablemente junto a la de verse en la necesidad de recurrir a los comedores públicos, una de las mayores situaciones de vergüenza social
que lleva a mucha gente a no poder mirar a los ojos de los suyos y de
quienes forman su entorno. El Gobierno ha tomado conciencia de la
gravedad de estos casos y Mariano Rajoy ha anunciado medidas que,
además, va a intentar consensuar con el Partido Socialista. Si
realmente se consigue hacer algo en esa línea de actuación inmediata con
consenso, habrá que aplaudir que por fin nuestros políticos pongan por
delante de sus intereses partidarios el interés general.
Pero volviendo al tema que nos ocupa, sospecho que va a ser difícil para la Casa Real volver a recuperar la simpatía y la credibilidad
de la que gozó durante tanto tiempo, mientras no se produzcan de verdad
gestos que sintonicen con las necesidades de la gente, por una parte, y
con la exigencia de cambios profundos en los comportamientos por otra. Y
es que no deja de ser sintomático que, siendo como es la Monarquía
ajena a las decisiones políticas, sin embargo se convierta en blanco de
las protestas ciudadanas por los recortes, el paro o la exclusión
social. ¿Qué puede hacer el Rey? Aparentemente poca cosa, porque
no está en su mano cambiar las leyes sino ratificarlas, y además está
obligado. Pero si durante años aceptamos que la Monarquía era lo que nos
representaba, era lo que simbolizaba nuestro modelo de sociedad, lo
mínimo exigible es que cuando a la sociedad le toca sufrir sea
precisamente la Monarquía la que se sienta más cerca de ese sufrimiento.
Y, en lugar de eso, lo que nos hemos encontrado es con una Monarquía que no solo mira para otro lado, sino que ha hecho gestos tan evidentes de distanciamiento con el sentir social
que va a resultar muy difícil que pueda volver a recupera la sintonía.
Fíjense que ni siquiera estoy hablando del ‘caso Urdangarín’, que por
supuesto tiene mucho, muchísimo que ver con la desafección ciudadana
hacia la institución… Es una cuestión de sensibilidad o, mejor dicho, de
pérdida de sensibilidad. Lo único que unía a la Monarquía con el pueblo
era, precisamente, eso, que el pueblo sentía a su Monarca próximo,
incluso parte de él mismo aún siendo la primera institución del Estado.
Pero esa conexión casi espiritual que había conseguido el juancarlismo con su pueblo se ha roto,
se ha quebrado y además por varios sitios a la vez desde el momento en
el que la Monarquía ha incumplido todos y cada uno de los compromisos
que la unían con la sociedad.
Y este no es un país que
pueda considerarse monárquico a pesar de la tradición… España no es Gran
Bretaña por más que nuestra Historia se haya forjado sobre la corona, y
la impresión más extendida es la de que la Monarquía no deja de ser un
anacronismo en una sociedad democrática que, encima, nos cuesta muy
cara. Esos son los comentarios más extendidos en las tertulias de café y
en los cenáculos, en las oficinas y en las colas del Inem. Da igual, de
arriba abajo y de izquierda a derecha la sociedad española manifiesta un rechazo cada vez más unánime hacia una institución que siente muy lejana de sus problemas y sus necesidades y a cuyos representantes, además, no elige cada cuatro años.
¿Tiene
esto solución? Mi opinión, que puede estar subjetivada por un
republicanismo innato, es que la deriva hacia un modelo de democracia
presidencialista es inevitable, pero puedo equivocarme y es posible que,
introduciendo cambios muy sustanciales en su modo de ser y de
comportarse, la Monarquía consiga sobrevivir de la mano de los
Príncipes. Pero harían bien en escuchar más la voz de la calle y dar
muestras claras y concretas de haber entendido los mensajes. Y hoy por
hoy, eso no es así.
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