miércoles, 26 de diciembre de 2012

El Rey pierde audiencia en un año desastroso para la Monarquía / Benjamín López

El desamor de los ciudadanos hacia la Monarquía se ha podido comprobar en el mensaje navideño y televisado del Rey. A pesar de la expectación creada por los medios, ¿hablará de Cataluña?, ¿qué dirá de su yerno Urdangarín?, lo cierto es que ha sido el menos visto desde el año 1993, con una pérdida de 250.000 espectadores respecto al año pasado. 

La Monarquía atraviesa sus peores momentos de las ultimas décadas. Y, hay que decirlo, los miembros de la Familia Real han puesto bastante de su parte para que así sea. Ya de por sí la Monarquía es un anacronismo en pleno siglo XXI. Eso de que la Jefatura del Estado sea hereditaria "por la gracia de Dios", o por cualquier otra gracia, tiene difícil digestión. Pero si además los supuestos agraciados demuestran con sus actos que son tan mortales e imperfectos como cualquier otro, si se empeñan en mostrar al mundo que su sangre no es azul sino roja, la Corona está perdida.

El año ha sido de traca para el Rey. Su tropezón en Botsuana no sólo le costó una cadera rota, sino que le pasó una factura carísima a su imagen personal que aún está pagando. Cazar elefantes, además de muy costoso al bolsillo, es éticamente reprobable, sobre todo si se hace a hurtadillas, en plena crisis, cuando el paro alcanza cotas históricas, cuando cada vez más familias no llegan a fin de mes e incluso cuando algunas pierden sus casas por impago de la hipoteca. Pero es que, además, el episodio del paquidermo sirvió para que se hablase públicamente de ciertas compañías feneminas del monarca que hasta entonces solo se nombraban en las barras de los bares. Tanto es así que, en esta ocasión, hasta la Reina pareció darse por aludida y se interpretó como una revancha pública su demora de tres días en ir a visitar al Rey al hospital.

Así que Don Juan Carlos tuvo que hincar la rodilla y aparecer ante la opinión pública a pedir perdón por su comportamiento, en un acto que le honra, de humillación personal sin precedentes. Ya de paso, por extensión, podría haber pedido perdón también por los desmanes de los suyos. Perdón por Urdangarin, el yerno díscolo al que, según se cuenta, él mismo empujó al exilio de Washington (en lugar de empujarle ante el juez) al conocer sus andanzas e intuyendo la que se le podía venir encima. Perdón también por su hija, la infanta Cristina, quien, como mínimo, vio aumentar su patrimonio desmesuradamente sin plantearse el origen del dinero. Perdón además por el tiro en el pie de su nieto mayor, Froilán, y sobre todo perdón por la permisividad del padre de la criatura, Jaime de Marichalar, que consintió que el pequeño, menor de 14 años, utilizase un arma de caza poniéndose en peligro y exponiendo a los que le rodeaban. Ese episodio, con varias versiones incluidas de por medio (que si estaba de caza, que si limpiaba el arma, que si practicaba tiro), se saldó administrativamente con una multa pero socialmente fue otro duro golpe para la maltrecha imagen de la familia Real.

Algunos ven en la abdicación del Rey el remedio para todos los males que padece la Monarquía. Yo creo que solo sería un alivio pasajero pero que la enfermedad seguiría ahí, latente, a la espera de un nuevo escándalo con el que crecer. Pero más allá de quién sea el Rey, los ciudadanos merecemos y algunos exigimos, como mínimo, limpieza y claridad. 

De momento, la prometida transparencia de la Casa Real se ha quedado en una nueva página web y poco más. Jamás se han auditado sus cuentas, no sabemos cuánto nos cuesta a ciencia cierta la Monarquía (mas allá de la partida anual que contemplan los presupuestos generales del Estado para el funcionamiento de la Casa Real), desconocemos el patrimonio personal y familiar del Rey (el New York Times publicó recientemente que ascendía a 1.800 millones de euros) y, lo que es más importante, ignoramos cómo lo ha conseguido.

Hace unos años escribir este artículo en la prensa nacional hubiera sido poco menos que imposible. Está claro que algo ha cambiado en la relación entre la prensa y la Corona. Desde la Transición y durante las primeras décadas de vigencia de la Constitución la figura del Rey se ha visto como un bien a salvaguardar y una garantía de estabilidad institucional. Tácitamente, los medios de comunicación se impusieron una autocensura de tal manera que no sólo se escondía lo negativo sino que se ensalzaba artificialmente lo positivo. Esa estrategia derivó en convertir a la familia Real en algo parecido a la Sagrada Familia, llena de virtudes, sin defectos ni imperfecciones propias del pueblo llano.

Pero ellos mismos, los miembros de la familia, se han encargado de ir abriéndonos los ojos, desvaneciendo con sus actos ese halo de santidad que les rodeaba. Y la prensa ha empezado a romper la urna de cristal en la que los mantenía protegidos del mundanal ruido. Y así llegamos a la situación actual, donde pocos apostarían su dinero por el futuro de la Monarquía en España, más aún si se mira por el retrovisor de la historia y se tiene en cuenta que nuestro país no es tan monárquico como se nos quiere pintar.

Cierto es que España tiene ya suficientes problemas y que, por tanto, probablemente, no es este el mejor momento para someter al país a la incertidumbre institucional que supone un debate sobre la forma de gobierno, Monarquía o República, que conllevaría un referéndum y una reforma constitucional muy profunda. 

Pero también es cierto que ese debate no se puede esconder eternamente, porque cada vez hay mas voces que lo piden y porque, a medida que nuestra democracia cumple años, menor es el número de ciudadanos vivos que legitimaron con su voto la Monarquía, que se basa en la herencia y que, por tanto, no nos permite elegir en las urnas al Jefe del Estado. 

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