martes, 30 de abril de 2013

Monarquía y democracia / Miguel Ángel Yagüe Rollón

La Constitución de 1978 fue el fruto de pactos y mutuas concesiones y, desde su aprobación, los españoles asumimos sin estridencias que fuese la monarquía la forma de la jefatura del Estado, al entender que era la más asumible, dadas las circunstancias del momento. Hubo entonces para los constituyentes aspectos objeto de negociación y otros que fueron poco menos que innegociables.

 Así, la monarquía parlamentaria resultó ser la fórmula política decidida, aunque para ello hubiera de incluirse en el texto como cuña a martillazos. La paradoja reside en que si la monarquía es parlamentaria ello supone que la soberanía nacional reside en el pueblo español, un pueblo soberano que luego, sin embargo, no puede cambiar una forma de Estado y de Gobierno que le vino impuesta por sus legítimos representantes. ¿No es esto una imperfección democrática de nuestra democracia?

Son los representantes políticos que democráticamente elegimos los que han de asumir, en lugar de ignorar, que entre los representados el debate sobre la forma de la jefatura del Estado está abierto; y es preceptivo que, llegado el caso, la madurez de nuestra democracia representativa de la que tanto presumen nuestros políticos en sus discursos institucionales valide la forma de Estado con el mismo instrumento que en los albores de la democracia sirvió para ratificar la Constitución: el referéndum.

Que la república sea aún hoy un anatema para muchos en España no significa olvidar que la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan todos los poderes del Estado y, por tanto, es quien ostenta en primera instancia el derecho a determinar si desea una forma de Estado u otra. Si tan seguros estamos de la madurez y solidez del sistema político, ¿quién teme en democracia el resultado que pueda darse?

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