La Constitución de 1978 fue el fruto de pactos y mutuas concesiones
y, desde su aprobación, los españoles asumimos sin estridencias que
fuese la monarquía la forma de la jefatura del Estado, al entender que
era la más asumible, dadas las circunstancias del momento. Hubo entonces
para los constituyentes aspectos objeto de negociación y otros que
fueron poco menos que innegociables.
Así, la monarquía parlamentaria
resultó ser la fórmula política decidida, aunque para ello hubiera de
incluirse en el texto como cuña a martillazos. La paradoja reside en que
si la monarquía es parlamentaria ello supone que la soberanía nacional
reside en el pueblo español, un pueblo soberano que luego, sin embargo,
no puede cambiar una forma de Estado y de Gobierno que le vino impuesta
por sus legítimos representantes. ¿No es esto una imperfección
democrática de nuestra democracia?
Son los representantes políticos que democráticamente elegimos los
que han de asumir, en lugar de ignorar, que entre los representados el
debate sobre la forma de la jefatura del Estado está abierto; y es
preceptivo que, llegado el caso, la madurez de nuestra democracia
representativa de la que tanto presumen nuestros políticos en sus
discursos institucionales valide la forma de Estado con el mismo
instrumento que en los albores de la democracia sirvió para ratificar la
Constitución: el referéndum.
Que la república sea aún hoy un anatema para muchos en España no
significa olvidar que la soberanía nacional reside en el pueblo español,
del que emanan todos los poderes del Estado y, por tanto, es quien
ostenta en primera instancia el derecho a determinar si desea una forma
de Estado u otra. Si tan seguros estamos de la madurez y solidez del
sistema político, ¿quién teme en democracia el resultado que pueda
darse?
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