"Unos, abusando de su autoridad, y otros, aprovechándose de su
posición y de sus riquezas, son los corruptores de un régimen que,
pretendidamente representativo, ignora la voluntad de los que dice
representar. Así, falseando el sufragio de los electores, se reparten y
adueñan de todas las instituciones administrativas y de gobierno para
actuar a través de ellas en beneficio propio". Joaquín Costa.
Desde un punto de vista abstracto no tengo duda alguna, no conozco a nadie que desde un análisis basado en la razón defienda la transmisión hereditaria de la Jefatura del Estado.
Ahora bien, si pasamos del plano abstracto al concreto y como
observadores desapasionados nos planteamos la pregunta aquí y ahora, en
esta España que inicia el siglo XXI atenazada por una crisis económica,
la Gran Recesión, que sólo encuentra precedentes en la Gran Depresión de 1929, entonces la cuestión resulta más compleja.
Esta recesión ha puesto de manifiesto una profunda crisis política y
de valores en el seno de la sociedad española, delimitando un complejo
contexto, al que habrá que añadir la cuestión del referéndum catalán.
Todo ello define un escenario en el que la respuesta a la cuestión
resulta verdaderamente difícil, ya que, en caso de ser la República la
mejor opción para nuestro país, cabría preguntarse si ¿sería este el
momento idóneo para su advenimiento?
Es preciso recordar las muy adversas condiciones históricas en que se produjo el advenimiento de la II República, condiciones que Josep Pla expone de modo magistral:
“Pasaron tantos duros a los ojos de la gente y a tanta velocidad, que
la gente creyó que había más moneda y más asequible de la que había en
realidad. Todo lo cual, claro, es relativo –relativo en relación a
otros países–. Lo cierto es que se creó una ilusión económica, y que
esta ilusión impulsó en buena medida el hedonismo de la gente. El
hedonismo no tiene límites y, cuando se conoce, se inscribe en el
partido del progreso indefinido –en el partido de los grifos que manan
siempre.
Se produjo, sin embargo, el colapso –el parón en el rellano de
1930–. Con algo de paciencia, esta crisis habría podido superarse. Pero
la gente estaba embalada y no habría tolerado que todos los grifos –y no
sólo los del cuarto de baño– dejaran de manar.” [1]
La cuestión de república o monarquía ha vertido ríos de tinta en
nuestro país y lamentablemente no sólo de tinta. Las generaciones que
nos precedieron se enfrentaron a esta cuestión, tomaron decisiones
basadas en la legitimidad democrática, decisiones que fueron violentadas
por la fuerza de una sublevación militar, un golpe de estado que
propició una cruenta Guerra Civil seguida de una despiadada represión y
una dictadura de cuarenta años. Un golpe de estado que no fue sino el
último instrumento de defensa de los privilegios de unas élites
corruptas y corruptoras, de una derecha secularmente refractaria a
cualquier avance verdaderamente democrático.
Y aquí estamos de nuevo, tras una imperfecta Transición basada en un
supuesto consenso, que como comprobamos hoy, nunca fue sincero. Un
consenso que en la actualidad es dinamitado desde la derecha, por unas
élites que ponen en cuestión derechos y libertades fundamentales que
conforman la esencia constitucional y que nuevamente “falseando el
sufragio de los electores, se reparten y adueñan de todas las
instituciones administrativas y de gobierno para actuar a través de
ellas en beneficio propio”.
[1] Josep Pla; Madrid. El advenimiento de la República, El País, Clásicos del Siglo XX.
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