Señor:
Muchos cientos de miles -quizás millones- de
españoles que han alcanzado
ya la cincuentena y frisan la sexta década
de su vida están -estamos- viviendo la situación por la que atraviesa la Corona con una progresiva preocupación y pesimismo.
Educados muchos de nosotros en los grandes autores de la generación de
1914, gracias a la lucidez de los esforzados padres de la posguerra
española, no podemos olvidar por qué razones se constituyó en febrero de
1931 la Agrupación al Servicio de la República ni se nos borra de la conciencia el Manifiesto dirigido a los intelectuales que suscribieron en el diario El Sol Gregorio Marañón, Ramón Pérez de Ayala y José Ortega y Gasset. En aquel texto fundacional, recordará usted un párrafo que su abuelo, Alfonso XIII,
acaso no leyó y que, de hacerlo, seguramente no entendió. Me voy a
permitir reproducirlo porque podría haberse escrito cualquiera de estos
días y con un desgarro parecido.
Decían aquellos tres intelectuales lo siguiente: “Nosotros creemos
que ese viejo Estado tiene que ser sustituido por otro auténticamente
nacional. Esta palabra ‘nacional’ no es vana; antes bien, designa una
manera de entender la vida pública, que lo acontecido en el mundo
durante los últimos años de nuevo corrobora. Ensayos como el fascismo y
el bolchevismo marcan la vía por donde los pueblos van a parar en
callejones sin salida: por eso apenas nacidos padecen ya la falta de
claras perspectivas. Se quiso en ambos olvidar que, hoy más que nunca, un pueblo es una gigantesca empresa histórica, la cual sólo puede llevarse a cabo o sostenerse mediante la entusiasta y libre colaboración de todos los ciudadanos unidos bajo una disciplina, más de espontáneo fervor que de rigor impuesto. La tarea enorme e inaplazable de remozamiento técnico, económico, social e intelectual que España tiene ante sí
no se puede acometer si no se logra que cada español dé su máximo
rendimiento vital. Pero esto no es posible si no se instaura un Estado
que, por la amplitud de su base jurídica y administrativa, permita a
todos los ciudadanos solidarizarse con él y participar en su alta
gestión. Por eso creemos que la monarquía de Sagunto ha de ser
sustituida por una República que despierte en todos los españoles, a un
tiempo, dinamismo y disciplina, llamándolos a la soberana empresa de resucitar la historia de España, renovando la vida peninsular en todas sus dimensiones, atrayendo todas las capacidades, imponiendo un orden de limpia y enérgica ley,
dando a la justicia plena transparencia, exigiendo mucho a cada
ciudadano, trabajo, destreza, eficacia, formalidad y la resolución de
levantar nuestro país hasta la plena altitud de los tiempos.”
Los
españoles con edad para valorar todos y cada uno de sus méritos, Señor,
se lo hemos reconocido sin cicatería y nuestro agradecimiento ha sido
tan hondo que no hemos reclamado a los sucesivos gobiernos democráticos
la regulación de la Corona, ni hemos solicitado su subordinación a las
políticas del Ejecutivo como ocurre en otras monarquías parlamentarias,
ni recabado medidas de transparencia de su Casa, a las que renuentemente parece haber accedido.
Hemos asumido la transformación prosaica de la Monarquía española y su
aburguesamiento aún a sabiendas de que con ello perdía simbolismo y
carácter referencial. Y, en fin, Señor, hemos soportado hasta hace un año con plena discreción, comportamientos incompatibles con la connotación ejemplarizante de la magistratura que ostenta.
Hemos fiado a su carisma y libre albedrío la marcha de la jefatura del
Estado y la gestión prudente de la Familia Real. Después de no
regatearle, Señor, ni uno sólo de los méritos, constatamos ahora que el crédito se ha amortizado, tanto en su principal como en sus intereses, y necesitamos una refinanciación ética y política para seguir siendo monárquicos.
Existen hoy tentaciones muy serias, Señor, para reescribir un nuevo Manifiesto dirigido a los intelectuales
como el que publicaron en febrero de 1931 Marañón, Pérez de Ayala y
Ortega. Ninguno de los tres era un radical, ni un izquierdista, ni un
resentido. Eran -ellos y otros que se unieron en la Agrupación al
Servicio de la República- ciudadanos profundamente decepcionados con la Monarquía
de la Restauración. Como hoy hay muchos en España con la que usted
encarna. Depende de usted, Señor, de su intuición, de su patriotismo,
tomar las decisiones que le afecten a usted y a su familia y a su Casa,
para que no se reescriba la historia que se contiene en la larga cita que he reproducido.
La inmensa mayoría de españoles que han sido juancarlistas y ya no lo son,
desean vivamente percibir de nuevo una Monarquía parlamentaria
funcional para España en la que el titular de la Corona forme parte de
las soluciones y no de los problemas. Usted, Señor, nos ha librado de
muchos, pero nos ha metido en otros que tampoco son pocos. Un buen
monárquico del siglo XXI no es, Señor, quien cabecea en su presencia, le
adula o le edulcora la realidad, sino quien le recuerda y exige -porque
no es súbdito sino ciudadano- que España necesita la auténtica Monarquía de 1978 para
evitarnos el riesgo de regresar a donde la mayoría no queremos ir.
Disponemos, Señor, de una alternativa que usted mismo señaló las pasadas
navidades: el Príncipe de Asturias, el “mejor preparado de la historia” según sus palabras y que, como demostró el jueves en un soberbio discurso ante el Poder Judicial en Barcelona, está en plena sintonía con los tiempos, aunque haya canallas que, por dinero y mediante la agresión a la intimidad de su esposa,
quieran también erosionar la esperanza que representa. Adelántese,
Señor, a los dinamiteros e impulse la institución monárquica como el
Conde Barcelona lo hizo cuando ante usted renunció en la Zarzuela a sus derechos dinásticos apelando a “España, todo por España”.
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