martes, 26 de febrero de 2013

Acoso y derribo a la monarquía / Luis del Palacio

Durante las últimas semanas hemos asistido al recrudecimiento de una cuestión que, sin ser vital, dadas las circunstancias críticas del país, parece ocupar la mente de muchos de los que abogan por “romper con todo”. Me refiero, claro es, al hecho de si España debe seguir siendo una monarquía o si sería conveniente iniciar cuanto antes una reforma constitucional que permitiera un referendo en el que se decidiera qué modelo de estado deseamos los ciudadanos.

Parece lógico deducir que ese prurito de hacer tabla rasa, de partir de cero (como si eso fuera posible), acomete a sociedades desgastadas en sus propios devenires históricos, con frecuencia mal gobernados e incapaces de avanzar sin que ocurra algo sustancial

Sin embargo, los ejemplos que encontramos en Europa – Francia, Portugal, Rusia, Alemania e Italia, por orden cronológico- en los que el sistema republicano sustituyó definitivamente al monárquico, demuestran que el fenómeno se produjo casi siempre después de alguna debacle armada. En Francia cayó el II Imperio tras la derrota de Sedan, en 1870. En Portugal dos años después del regicidio de Carlos I, en 1908. Rusia sustituyó el gobierno de un autócrata por un régimen republicano mucho más sanguinario. El gobierno imperial alemán dio paso a la débil República de Weimar, que sería el caldo de cultivo de la locura nazi. La Italia fascista y coronada se deshizo, tras la derrota del Eje en 1945, de una dinastía incapaz, dando paso a una república que, casi siete décadas después de su implantación, sólo ha dado muestras de debilidad e inestabilidad. (Por no hablar, ni entrar en polémicas bastante estériles, sobre las dos experiencias republicanas que hemos tenido en España).

La monarquía como forma de estado puede ser discutida, ya que parte de algo que, en sí, es profundamente injusto: su carácter hereditario. No obstante, sería simplificar demasiado quedarnos sólo en eso y no compararla con su sistema rival. No es necesario traspasar los límites del Viejo Continente para comprobar que hay muchas repúblicas que o no funcionan o lo hacen defectuosamente: la versión eslava de las repúblicas bananeras, Italia, Grecia y la propia Rusia, gobernada por un “zar ex KGB”- frente a monarquías constitucionales que garantizan la cohesión nacional al estar por encima de los vaivenes políticos. El ejemplo más claro es Gran Bretaña, país en el que existiendo comunidades (Escocia y Gales) de larga tradición nacionalista, no suele discutirse la pertenencia a una bandera ni la legitimidad de la corona como representante de la nación.

En la Europa actual las naciones que gozan de mayor libertad, bienestar social y en los que la democracia funciona de manera más plena, son monarquías: Holanda, Suecia, Noruega, Dinamarca, Bélgica, Luxemburgo… Existen, desde luego, tres destacadas excepciones republicanas: Francia, Alemania y Austria. En estos países es evidente que la fórmula ha funcionado; aunque ninguno de ellos se ha librado de aquellos escándalos que los que quieren obligarnos a tragar la medicina “por nuestro bien” consideran inherentes al sistema monárquico.

Las monarquías constitucionales europeas se rigen por el lema básico de que “el rey reina pero no gobierna” Y esa es la clave y lo que las diferencia de todas las demás. El ciudadano (que no súbdito) lo es por derecho propio y elige a sus representantes políticos. Su participación en la “cosa publica” (res publica) está garantizada por las distintas constituciones.

En España existe una larga tradición de confundir churras con merinas. Y, en este caso, de mezclar a la arrogante e incompetente “clase política” con la forma del estado.

Los que buscan a toda costa defenestrar la institución monárquica – y no me refiero a los que de manera legítima y pacífica abogan por la causa republicana- se hallan afanados en crear un estado de confusión que persigue un solo propósito: que la opinión pública llegue a la conclusión de que es preferible instaurar la república a mantener un sistema caduco, basado en privilegios, y, al menos en parte, corrupto. Y para ello emplean todo tipo de argucias. No dudan en elevar a categoría las dudosas acciones de ciertos individuos próximos a la Familia Real, en un intento de ensuciar el nombre del propio rey. Recurren a supuestos “líos de faldas” –puritanos ellos- para presentar la imagen de una vida disoluta, entregada al placer, la holganza y el lujo.

La tradicional mala memoria histórica del pueblo español hace el resto. De poco ha servido el papel fundamental del rey Juan Carlos durante la Transición. Que las dos Españas enfrentadas en la Guerra Civil hicieran un pacto de buena voluntad para afrontar un futuro común en paz. Que el rey haya contribuido decisivamente a internacionalizar eso que ahora los pedantes (que son legión) llaman “la marca España”, que no es otra cosa que nuestra buena imagen en el exterior.

Un pobre elefante (al que lloro como a todos los toros que son torturados en las plazas), una princesa que sólo lo es a medias y un duque consorte y con menos suerte de la que esperaba, son los comparsas de esta tragicomedia.

Felipe González y Aznar todavía están en buena edad para convertirse en presidentes de la III República. O Anasagasti.. O Durán Lleida.

Y, como dice un amigo mío: “lo mismo me da, que me da lo mismo” 

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